No todos pudimos ir a Madrid. Algunos trabajaban esa noche, otros al día siguiente bien pronto por la mañana y los más pequeños no tenían permitido faltar a clase. Incluso yo, con 16 años, no había tenido la aprobación de mis padres para vivir ese momento mágico en el Santiago Bernabéu. Era una decisión dolorosa pero lógica.
Además, sin venir a cuento, mi profesor de Historia nos puso examen al día siguiente. “¿A quién se le ocurre semejante idiotez?”, pensé. “Este tío es tonto, o es del Celta o del Barça”, decían mis compañeros. Ni estudié, ni aprobé ese examen. No me importaban las guerras, ni Hitler ni Mussolini, a decir verdad, tenía otras cosas mucho más importantes en la cabeza. Éramos muchos los amigos que nos quedamos en Coruña para vivir el partido, pero otros, los más valientes o los de los padres más forofos, se habían marchado.
Cuando salí del colegio me engalané con las mejores prendas, las reservadas. Todas con colores azul y blanco. Me puse la bufanda de los partidos, la camiseta de Fran que el propio capitán le había regalado a mi padre. “Con mucho cariño para Don Bernardino”, rezaba su dedicatoria sobre los inconfundibles números uno y cero que porta en la espalda. Bajé al ‘Asturias’, el bar de moda entre mi pandilla esos años. Ocupamos todo el bar, llenamos las esquinas de banderas y cantamos como si estuviésemos en el estadio. El partido estaba a punto de empezar.
Como siempre, recorría con la mirada a Mauro Silva cuando aparecía por la pantalla. Quería aprender cosas de él, jugaba en su misma posición y era un ejemplo sobre el campo. De repente, su compañero en la medular –en ese en el que no me fijaba tanto- coge el balón en tres cuartos de campo, quiebra a Hierro y tira por debajo de las piernas de César. 1-0. La mitad del Bernabéu se vino abajo, así como el ‘Asturias’. La gente gritaba entusiasmada, salían a la calle a abrazarse y a chillar. Estábamos por delante en un día histórico para el Madrid. ¡Y en su campo! Era maravilloso. Tristán marcó el 2-0, Raúl el 2-1 y el árbitro pitó el final. El éxtasis. Corrimos hacia Cuatro Caminos. No queríamos perdernos ni un minuto de celebración.
Cuatro días después recibimos en Riazor a nuestros héroes. Empatamos contra el Rayo, obstaculizando la lucha por una Liga que se acabaría llevando el Valencia, pero no era relevante en ese momento. Queríamos celebrar el título con los jugadores. Al término del partido la afición de Riazor cantó al unísono: “¿Dónde está nuestra Copa, nuestra Copa dónde está?”. Y no se resistieron. Salieron del vestuario y mostraron el trofeo, la conquista.
Dani Méndez