Si hay un termómetro capaz de medir el estado de ánimo de un equipo ese es, sin duda, el banquillo. Y fue precisamente ahí donde comenzó el Tourmalet de un Deportivo que, tras un mes de junio de vino y rosas -el posterior al ascenso a Primera-, rompió su compromiso con uno de los pilares que había fundamentado, en parte, la hazaña del retorno: Fernando Vázquez.
El técnico de Castrofeito nunca dejó indiferente a nadie. Por su comunión con la afición y también por su cercanía, una característica poco común en mundo cada vez más alejado de lo terrenal. Sin embargo, el gradual desgaste provocado por la gesta y la paulatina pérdida de feeling con la nueva directiva encabezada por Tino Fernández parecieron preparar el escenario de lo que, finalmente, sucedió el 10 de julio: su destitución.
Objeto de la polémica también fue el motivo del cese. Unas declaraciones de Vázquez en el Campus Pablo Insua de Arzúa, en las que mostró su preocupación por no lograr cerrar las primeras opciones de la lista de posibles incorporaciones. «Siempre vamos a la opción cinco, seis o siete», adujo el exentrenador blanquiazul, que fue llamado a filas para, posteriormente, ser relevado de su cargo.
El recambio llegó apenas dos días después. Casi diez meses más tarde de decir adiós al Gent belga y cuatro años después de su última aventura en la Liga BBVA, Víctor Fernández desembarcó en A Coruña. Lo hizo con la vitola de ser el técnico en activo con más partidos en la máxima categoría a sus espaldas. También con una idea muy clara de qué estilo de juego buscaría implantar: «Siempre he defendido un fútbol que haga disfrutar a la gente. Que emocione».
No obstante, el camino del veterano preparador maño contó con un hándicap previo que, en cierta manera, es digno de análisis. Hasta cuatro técnicos comparten en su biografía el hecho de haber entrenado a Celta y Deportivo en algún momento de su carrera –Javier Irureta, Miguel Ángel Lotina y los propios Fernando Vázquez y Víctor Fernández-. Sin embargo, sea por la rocambolesca partida de su predecesor, por la poca simpatía que despertó entre la hinchada o, posiblemente, por una mezcla de ambos factores, el asiento del aragonés siempre estuvo cojo de una pata. Una fundamental.
Tampoco le ayudó el hecho de tener que administrar a trompicones una plantilla que, cerrada sobre la bocina y tras una inestable pretemporada, inició la competición doméstica sin la cohesión precisa en un equipo cuyo reto era la permanencia. Hicieron acto de presencia las lesiones -en particular la que alejó a Lucas Pérez durante los primeros meses de Liga-, pero también lo hizo la preocupante sensación de que, sin una convicción plena en la propuesta de juego y con mucho trabajo por delante, el equipo caminaba una vez más a hipotecar su supervivencia en el tramo final del calendario.
La primera señal no fue el 2-8 sufrido en Riazor ante el Real Madrid, sino el 4-1 encajado ante el Sevilla. Fue entonces cuando llegó el primer ultimátum desde la directiva. Y el equipo respondió pasando por encima de todo un Valencia. Sin embargo, el rumbo no llegó a enderezarse con claridad, y el balón de oxígeno llegó jornada tras jornada en virtud a conjuntos con la misma lacra que el Deportivo: la incapacidad de dar un paso adelante.
Así se llegó con 10 puntos al ecuador de diciembre. Víctor salvó otro match-ball ante el Elche e inició el año nuevo con otra victoria ante el Athletic. Pero no bastó. No para quitarse el corsé y dejar atrás una zona de peligro donde cada punto, cada golaveraje ganado, se convirtió en la medalla de los pobres. Y, curiosamente, fue la diferencia de goles certificada ante el Eibar la que, finalmente, salvó a los coruñeses.
La victoria ante el conjunto vasco -la segunda consecutiva de los herculinos tras la lograda en Vallecas- fue la antesala de una serie de hasta ocho partidos consecutivos sin ganar que, finalmente, y ante el Córdoba, condenó a Fernández. El empate a unos arrancado ante los andaluces -colistas de la clasificación- cerró las puertas al exentrenador de Zaragoza y Betis en un partido en el que, ante lo que se avecinaba a continuación, sólo valía ganar. «Los ultimátums han sido una pérdida de energía brutal, un desgaste tremendo, una pelea contra todo», explicó el técnico, que pese a recalcar estar «dentro del objetivo», matizó que «no presumo, porque la gente no está contenta».
De Víctor Fernández se pasó a Víctor Sánchez del Amo. La fugaz contratación del joven preparador madrileño llegó avalada por su experiencia previa como segundo de Míchel en Sevilla y Olympiakos. Y el efecto se notó, no tanto en resultados -logró ocho puntos en otros tantos partidos-, pero sí en la conexión con la grada -en gran medida por su exitoso pasado como jugador en A Coruña- y, en particular, con un equipo que, en determinados momentos del curso, mostró síntomas de un agotamiento mental que hace patente un detalle: lo preciso de saber compaginar las facetas de entrenador y psicólogo en un club cuyo sino es vivir al filo de la navaja por un tiempo.
Ahí, en ese sentido, es precisa una reflexión. Y es que de todos los equipos que llegaron a pisar las plazas de descenso durante la campaña, sólo Rayo Vallecano, Elche y Eibar mantuvieron su fe en los técnicos que, desde 2012, han comandado sus destinos. Paco Jémez, Fran Escribá y Gaizka Garitano han sido elogiados en determinadas ocasiones por su habilidad para conectar con sus respectivas plantillas y eso, en pequeñas dosis, fue el gran éxito que permitió a Del Amo dar el impulso final a un Deportivo con poca gasolina en su tanque.
Pese a lo desventurado del calendario, pese a la preocupación que rodeó la victoria lograda ante el Levante en la penúltima jornada con el Camp Nou en el horizonte, el conjunto coruñés se revolvió contra su reciente tendencia a hincar la rodilla en el último escalón en la pelea por la permanencia. Lo hizo tras un año surrealista y triste, marcado por los trágicos sucesos de Madrid Río, pero sufrido también por la capacidad del Deportivo de mantener a su afición pegada al tensiómetro cada fin de semana.
Pablo Varela