Hoy es martes. Han pasado tres días desde el desastre de Zaragoza, y la decepción y el cabreo aumenta progresivamente cada vez que mis ojos observan los goles encajados por el Dépor en La Romareda.
No me voy a escudar en un problema de nombres concretos. La derrota no es culpa de Tiago Pinto, ni tampoco de Pizzi, ni siquiera de los dos centrales titulares en la ciudad maña. La dolorosa derrota en Zaragoza se explica a través de un problema de actitud. Tres goles a balón parado, un penalti y otro tanto de cabeza resuenan constantemente en mí desde el sábado.
Resulta especialmente llamativo que jugadores con experiencia en la categoría se muestren tan inoperantes a la hora de realizar marcajes al hombre en acciones a balón parado. Hasta Paco Montañés, jugador de 1,70 de estatura, remató a placer un balón en el área bajo la atenta mirada de los jugadores blanquiazules.
Los números no engañan, y la solidez defensiva que ha acompañado al equipo de manera tradicional se ha perdido de manera alarmante este año. Veinticinco goles encajados tras once partidos es un registro dañino. El Zaragoza, cuyo mejor resultado de la temporada era haber anotado tres goles a Osasuna, jugó a su antojo con la zaga blanquiazul.
Urge ganar, pero para eso es necesario detener la sangría de goles encajados. Me falta autocrítica en el equipo y el cuerpo técnico; los partidos en Riazor ante Levante y Betis sumados a la salida a La Catedral se antojan claves para el futuro de la temporada.
Si el problema es falta de actitud, el entrenador necesita imponer autoridad en el vestuario. Si el problema es futbolístico el club debe plantearse la llegada de refuerzos para la zaga, algo que choca frontalmente con la situación institucional del Dépor.
Descender sería un drama deportivo de difícil solución. Queda mucha temporada pero es necesario que los jugadores den un paso al frente y asuman que la situación debe cambiar de manera radical.