En Pasaia, a tiro de escopeta de Donostia, se nace con rivalidad. Comparten muchas cosas, pero los colores no se negocian. O eres de los rosas de San Juan o eres de los morados de San Pedro. Dos barrios separados por la misma ría en la que cada tarde se entrenan sus remeros después de completar la jornada laboral. Atrás quedaron las grandes gestas firmadas con sudor y salitre, ahora las banderas salen caras porque los presupuestos que manejan clubes como Orio, Bermeo u Hondarribia resultan inalcanzables. A los pasaitarras ya solo les queda lo noble, que no es poco, imponerse al vecino en la Regata de La Concha, la Champions del remo, una competición deportiva con más de 130 años de historia iniciada por los marineros que apuraban la llegada a puerto para poder vender el pescado al mejor precio.
Días antes del gran día, a principios de septiembre, las fachadas se tiñen de paños y banderas. Se abre el reto entre familias, el desafío de Pasaia. Primero la prueba de clasificación, la regata del miedo. Si no se pasa el corte, adiós al sueño y al afán de todo el año. Pero lo normal es que San Pedro y San Juan lleguen una semana después a la tanda de honor. La ciudad se inunda de gente, las cuadrillas se organizan y aparecen en la rampa donostiarra formando una paleta de colores sensacional. Esa mañana toca partirse el alma.
En el aire, los helicópteros vuelan sobre Urgull, Igeldo y Santa Clara. En tierra las principales cadenas de radio comienzan sus narraciones, los cronistas se permiten licencias poéticas y la televisión pública sirve la mejor retransmisión del año: sonido de roce entre tolete y estrobo, posicionamiento geográfico sobre la bahía, cámaras a bordo, comentarios a pie de rampa… No va más.
Las traineras van y vienen una sola vez, pero la ciaboga, la maniobra que hace girar al bote, está mar adentro y el recorrido es un infierno. Los corredores de apuestas se hacen de oro. El reto es enfrentarse a las olas y a la historia, mostrar la proa al vecino palada a palada, soportar las críticas de los miles de ojos experimentados que cada año se reúnen para conmemorar las grandes hazañas. La suerte de la calle que te toque, el largo de vuelta, la pericia del patrón, los nervios…
Para San Juan y San Pedro el reto es terminar por delante del otro, nada más. Y eso puede ser cuestión de décimas de segundo, un registro que quedará grabado hasta el próximo año y que marcará el prestigio de la temporada. Eso sí, en cuanto se sube el bote a la rampa todos a la parte vieja.
Después solo corre la sidra…
Aquí es en donde viviré O Noso Derbi, y por si no lo sabes, esto es un pedazo de Galicia en Euskadi. En esta zona nororiental de Gipuzkoa han amarrado a puerto muchos gallegos que en tiempo de bonanza económica se echaron al Cantábrico en busca de pesetas. Por sus calles no es extraño cruzarse con jeadas y seseos, o escuchar un «qué tal, fillo de puta» como saludo cordial de la mañana. Me colocaré bajo los tres barriles de cobre que dominan los altos de La Cerve, un local que, como no podría ser de otra manera, sirve Estrella Galicia de bodega.
Uno de sus camareros, Mikel, es un apasionado de la filosofía. Una oreja se la prestaré a él y la otra a Tiempo de Juego. El otro día le pregunté qué pensaba de los derbis. Hoy me envió un mensaje al móvil: «La rivalidad se fortalece con actos de honor y de respeto, Sande. Aceptar que en ocasiones solo queda ver la popa del vecino es demostrar fortaleza. Todo acto cobarde que sobrepase la línea que marca el respeto debilita la rivalidad y convierte a esta en un ejercicio primitivo de agresión tan absurda como inútil. Ahora bien, dile a los del Celta que ahí está la vitrina…».