Uno tiene miedo de las cosas que ve, de las palpables, o al menos perceptibles, pero más aún de lo oculto, de lo desconocido e indescifrable. De lo que no se deja ver, de lo que no quiere mostrarse, uno siente pavor. El horror de lo invisible. Por eso Pepe acabó en aquel lugar. Qué otra cosa podía hacer su familia, aterradoramente desconcertada.
Aquello parecía un sanatorio. Uno de decenas de años atrás, con las paredes y su blanco amarillento y sus marcas desquiciadas de lápiz y sus cenefas de plástico roído luchando por no derrumbarse; uno repleto de tipos desencajados esquivando vasitos de plástico con pastillas y enfermeras de cofia con más rudeza que ternura, con más uñas que dedos. Las bombillas, jugando con fundirse desde hacía años, parpadeaban en la sala de espera como en el maloliente baño de cualquier peor albergue de Belgrado. No era aquel lugar el remanso de tranquilidad que pretendía, que anunciaba por toda la ciudad vista la oportunidad flotando en el ambiente. Ni siquiera una selva de máquinas silenciosas y caricias curativas. Como Pepe, cientos de zombis sin diagnosticar, enfermos olvidadizos, se amontonaban en las filas de sillas de plástico blanco o en el suelo, junto a cualquier rincón que luciese medianamente confortable. Todas aquellas cabezas locas. Se amontonaban los zombis, o se dejaban caer. Algunos llevaban meses; otros horas. Todos perdidos de la mano de alguien; algunos callados, pálidos, sordos; otros como cerdos en el matadero, sirviendo cientos de ininteligibles alaridos, taladrando atribulados a cualquiera que pudiese escuchar. Todos, sin duda todos, en busca de algo, con los ojos girando desorbitados en sus cuencas, desvencijados.
Lo trajeron de vuelta. Él no se quería marchar, ni quedarse. Nadie allí iba a curarle, pensó la familia. Pensó, sobre todo, su preocupada mujer, que sufre viendo cada día cómo se desangra sin sangre, cómo se pierde en curvas que no logra ver. Roza los cincuenta, Pepe. Tal vez los ha pasado ya. No importa. Cincuenta, dieciocho, treinta o veintisiete, qué más da. Incluso Pepe podría ser Pablo; o Pedro; o Raúl. Podría ser Pablo, Pedro, Raúl, y también Tomás, Alberto, David… Podría ser cualquiera. Pepe, con cincuenta, o casi, o más, años de normalidad, era feliz. Al menos lo parecía. Quizás lo siga siendo, quizás lo sea, pero es bien seguro que no lo parece, no lo muestra. Pepe está cansado, exhausto. Está harto, asqueado. Derrotado. La vida, repleta de pequeñas victorias destinadas a hacer frente a grandes pérdidas, repleta de buscadas escaramuzas internas con final feliz, lleva tiempo negándole tres letras. Tres letras que parecen haberle derrotado para siempre. Él lo sabe, pero se niega a saberlo. Lo intuye. Y lucha.
– ¡Gggggg! ¡Ggggaaaaafff! Mierda.
No sabe, no puede decirlo. Incapaz, cae vencido en cada preparación, en cada asalto previo al fin de semana. Hubo un tiempo, sin embargo, en que era casi lo único que podía decir. Al menos, lo único que sinceramente se le deslizaba desde dentro. De tan adentro le salía, tan tan adentro, que semejaban aquellas tres letras estar en relieve grabadas sobre su corazón, y como si del mecanismo de una vieja máquina de escribir se tratase, se precipitaban al aire sin cesar aquellos caracteres que su lengua llenaba de tinta y ruido. Así pintaba el mundo, su mundo, Pepe. Con aquellas tres letras que tantas otras escondían, que tanto significaban. Ahora no. Ahora no pinta Pepe, ni vive, ni tiene mundo. Y esas tres letras que se le paran en la boca, que le tropiezan en los dientes apretando hasta casi partirlos, así lo manifiestan. Tal vez se le haya secado la tinta, tal vez se haya roto el mecanismo.
No obstante, es persistente, Pepe. Obstinado. No se rinde. No quiere. Por eso sufre cuando sigue tratando de rescatar de sus entrañas las tres letras que forman esa palabra que tanto ansía, todas aquellas otras letras que tanto echa en falta, y va notando cómo sus cuerdas vocales se resquebrajan, cómo el más sufrido de los empeños es atravesado por cientos de puñales que rasgan y cercenan, no ya su garganta, sino sus intenciones, sus deseos, su sentir. Otras veces percibe una pesada bolita de acero del tamaño de un huevo viajando suave por su cuerpo, ya convertido en pinball al primer aire de lado, y esa bolita rodando cada vez más acelerada, recorriendo más rápido su cuerpo a cada sonido estridente de recreativa, golpeando más fuerte cada uno de sus músculos, de sus órganos, crujiéndole los huesos, segándole tal vez el alma, tal vez solo dos colores.
Es persistente, obstinado, Pepe, y no desiste. Pero aún por mucho que busque, y no para de buscar, resquicios para insistir, atajos por su memoria, viajes a tiempos repletos de pasionales encuentros con la red, aquella palabra que su voz se afanaba en prolongar para dejarla suspendida en el tiempo y significar tanto y tantas cosas, aquella palabra que de tan adentro salía siempre no sale ya más. No quiere. No sabe. No puede.
Gggggggggggg. Tanto estiraba esa gran ‘g’, aunque resultase imperceptible. Tanto, tantísimo, estiraba aquel grito, EL GRITO, que era tormenta y sol, luz y estruendo, tempestad para la calma. Aquel grito, a veces mudo, que todo aquello era pero que ahora no es. Aquel grito que parece haberle derrotado para siempre. De los intentos, de la batalla, tan solo emana de Pepe una espesa niebla que deja entrever la oscuridad que le lleva. Y todo se vuelve rabia e ira, dolor, confusión.
No conocía Pepe insultos, críticas, cabezas en picas. No hablaba mal. No podía, no sabía. No al menos contra sus colores. Sin embargo, como para compensar, como si no pudiese gobernarse a sí mismo, con la mágica palabra olvidada, o perdida, o derruida, se le aparecen ahora decenas de palabras feas y desencantadas, decenas de berreos que su boca despide casi autónomamente. Como los esquizofrénicos aullidos que inundaban aquel lúgubre sanatorio sin vida, buceando las almas en su depresión. Del libre grito al esclavo hastío de pensamientos y no pensamientos, de voces sin voz y su mundo sin tinta, ni mundo.
Él, que solo quería aquella palabra. Aquellas tres letras. Aquello todo. “No, no, no”, repetía. “No, no, no”, sigue repitiendo. Pero lo que de este corazón de Pepe brota no se parece a lo que de este corazón de Pepe quiere brotar. De Pepe, de Juan, de Zaira, de Antía, de Antonio, de Laura, de… Este corazón de todos. Lo que una vez fue, parece no estar. Una, dos, Tres letras rotas, que no salen. No quieren. No saben. No pueden.
Quizá Getafe un domingo a las siete. Quizá un GOL, un grito, un comienzo. Quizá.