Tenía nueve años cuando situé desde mi Viveiro natal el municipio de Arteixo en el mapa y recuerdo exactamente el día en que lo hice: fue tras el penalti de Djukic. Las lágrimas de mi padre escuchando una rueda de prensa que se ha quedado grabada en mi memoria -y en la mayoría de quienes me estáis leyendo, seguramente- de forma imborrable me hizo preguntarme quién era realmente ese señor de pelo blanco que inspiraba tanta sabiduría. Hasta entonces, lo poco que recuerdo es que para mí el Dépor eran Bebeto y Mauro, era Manjarín y era, sobre todo, una herencia genética difícil de explicar con palabras. Desde ese día, pasó a ser mucho más: pasó a ser un modo de vida. Y todo gracias a ese hombre cuyas palabras hicieron emocionarse a Papá.
Sé que hoy podría hablaros más bien de Fernando Vázquez y de la victoria frente al Cádiz, pero siento que mis palabras van en otra dirección, como buscando mi infancia.
Al ver el merecidísimo homenaje que la ciudad de A Coruña le ha rendido a quien nos lo ha dado todo, ha sido inevitable volver a formularme la eterna pregunta: “y yo, ¿por qué soy del Dépor?”. Pues, además del peso del ADN, gracias a Arsenio. Él es el verdadero artífice de que tengamos una identidad que nadie puede arrebatarnos y sus enseñanzas perduran en el tiempo, como palabras sagradas a las que una acude para recuperar la cordura. Gracias a él, se establecieron las bases del trabajo a partir de la humildad, de la ambición sensata y la recompensa frente al esfuerzo, tenemos la afición de la que todo club quiere presumir sin acercarse a entender jamás nuestra pasión y a él le debemos, también, habernos abierto el camino de todo lo que vino posteriormente.
No hay Dépor sin Arsenio. Así de simple.
Gracias, raposo, por enseñarme que esto no va de colores, jugadores o directivas, sino que se trata de una filosofía de vida que nos acompañará para siempre.