«Él hizo grande al club y la ciudad, él hizo este Dépor». A. Calviño le regala una oda a Augusto César Lendoiro en una nueva columna de Alta Definición.
No es para mí una época alegre la Navidad, sino nostálgica, de recordar a quienes ya no están, de velar por los que no pueden hacerlo por sí mismos. Al menos para mí, como digo. Ustedes seguro que adoran las lucecitas y los dulces, el champagne, la familia y los regalos tontos, toda esa parafernalia decadente reflejo de una sociedad que ya no es. Yo, siempre en busca de miseria, tengo desde este 2013 otro motivo para la nostalgia y el recuerdo, para la tristeza si cabe: Lendoiro, derrotado, deja el Deportivo.
No soy de encariñarme con personajes públicos, con personas que no conozco. Ha muerto no sé quién, fulano está en la cárcel, a mengano lo dejó la novia y ya no quiere vivir más, hay que ir a tal velatorio. Y no empatizo. Me cuesta. No me pasa con ciertas personas que sí me llegan, sí me tocan; excepcionales excepciones. Me pasa con Arsenio, por ejemplo –¿y a quién no?-. También con Lendoiro. Comprendo, sin embargo, que a muchos no les ocurra lo mismo. A mí es que me ganó desde niño. Mi conciencia se despertó y él ya estaba ahí, más joven y delgado, con los ojos claros y el pin del Ural en la solapa, siempre sonriente presentando a éste o aquel otro, sufriendo en Segunda, gritándole a Barça y Madrid desde el balcón de una ciudad entregada. Toda mi generación, también la anterior y las siguientes, se despertó y él ya estaba ahí metiendo el deportivismo en cada casa, entrando a escondidas cargado de paquetes envueltos de blanquiazul con triunfos y técnicas de diez años adelante. Brasucas, veteranos y palistas, humildad, talento y gloria en provincias: calles, coches y ventanas llenas de azul, blanco y un escudo. En todo influye la suerte -más en los títulos, claro- pero lo que hizo Lendoiro por el deportivismo –quizás menos de lo que piensan algunos, mucho más de lo que piensan otros- es difícil que alguien llegue a igualarlo. Difícil porque Lendoiro es único e irrepetible, como la época de vino y rosas. Con sus luces y sus sombras, con todas las críticas que uno pueda encajar, hizo crecer el mayor tesoro que un club puede tener: su masa social. Porque ése es el verdadero tesoro, los seguidores y aficionados, todos quienes están detrás de un juego que hace tiempo que dejo de ser tal, todos los que llevan dentro una pasión que fría y pragmáticamente cuesta entender. Eso y no los jugadores o el dinero, ni siquiera los títulos, aunque normal y tristemente, esto lleve a lo otro, sobre todo en España.
Me guste o me deje de gustar Tino –probable sucesor, hasta anteayer abrazando a Lendoiro-, que me gusta, o más bien no me disgusta en absoluto, me aterra lo que está por venir. Aun sabiendo que estamos en el fango, que de los títulos y una mala gestión –no hay que olvidarlo, la gestión económica se tornó pésima- viene toda esta deuda condenatoria, estaba ciertamente tranquilo con Lendoiro. Al menos hasta hace bien poco. Es algo que tiene. O un defecto de quienes siempre creímos en él, de quienes jamás olvidaremos lo que éramos y lo que llegamos a ser. Derrotas, impagos, mala plantilla, batallas absurdas… Pero llegaba la rueda de prensa de Lendoiro y te quedabas tranquilo. Tiene ese ‘algo’, cierto magnetismo, ese aura de las grandes personalidades, de quienes llegan para hacer grandes cosas, para perdurar. De esos pocos con su destino Bigger than life marcado a fuego. Díganlo en alto: “Augusto César”. Coño, es que hasta el nombre trae grandeza consigo. Encantador de serpientes, dirán otros. Y sí, embaucador de manual, de esos que sabes que te está ganando, pero te dejas ir igualmente; pones la mente en punto muerto y ¡venga!, la pendiente se apodera de ti. No soy yo dado a los discursos –se ve que no soy dado a nada-, ni a esas grandes personalidades, pero él te enganchaba como nadie. Es cierto que últimamente ya no conseguía hacerlo, quizás porque 25 años en un cargo así suponen un peaje insalvable de irregularidades y errores, tal vez porque la situación era ya insostenible aun con todas las artes oratorias que uno quiera. Conoció tiempos mejores, eso seguro.
Es difícil saber irse o dejar algo en el momento oportuno. Le pasa a los futbolistas, a los actores, a los políticos, a los delincuentes… Le pasa a cualquiera un sábado por la noche, o a las parejas enfrascadas en esa relación que no lleva a ninguna parte. Saber irse, muchas veces, es tan importante como llegar; sobre todo, y en este caso, para el poso que dejarás. Lendoiro no supo irse. O no quiso saberlo, ni planteárselo. Su puerta de salida le pasó hace años por delante. También la de emergencia poco después. Al final, tras una pedregosa huida hacia adelante, hace lo único que puede hacer: echarse a un lado. Casi obligado, sin opción, tras haber sido el presidente más longevo de un club de fútbol profesional, tras convertir el agua en vino, la roca en diamantes, una entidad modesta en lo mejor del panorama futbolístico mundial. Un sueño. Un sueño del que ahora estamos despertando.
Pudo irse dignamente en su momento o haber escapado a las Bahamas hace mucho –yo lo habría hecho-, pero al final, cabezonería, orgullo o lo que sea, Lendoiro ha preferido morir en el cargo, salir derrotado, dividiendo a sus fieles, perdiendo la confianza y dejando mucha tierra quemada tras de sí. No sabemos si aún le queda un último tiro, si aún en el suelo puede sacar el revólver. No sabemos si tiene ganas de hacerlo. Con o sin ello, se fue, se irá. Se irá, como Walter White en Breaking Bad, cuesta abajo y sin frenos, después del cielo y el infierno, santo y demonio, amado y odiado, a un lado de la moralidad, dejándose el último aliento por algo en lo que creía, pero entregándose a su destino finalmente. No sin antes una última misión, ya sea venganza y dinero para su familia o la firma de un convenio, así traiga consigo liberar por fin a Jesse Pinkman o aupar a Tino Fernández. Lástima, de todas formas, que no sea esto una serie, pues no cabría que acabara sino como Los Soprano. “No había un buen final posible, así que no hubo final”. Después de todo, llegados a este punto, como en Los Soprano, no había un buen final posible. No para él y quizás tampoco para nosotros, pero eso no supimos verlos diez años atrás. Nadie supo. Estábamos muy ocupados disfrutando de un lugar que no nos correspondía como para ver la realidad, todos puestos en aquella fiesta llena de drogas, sexo y rock&roll, terraza con vistas y mi límite es el cielo. No, el límite siempre es el suelo.
No tuvo, no obstante, de su mano el Dépor el apoyo que hubiera necesitado, el que sí tienen otros dentro de este fútbol podrido nuestro. No el Deportivo. Por el carácter de Lendoiro, sus relaciones, intereses o qué sé yo, pero ciertamente somos una ciudad –un pueblo si me extendiera más, pero ése es otro tema-, así en conjunto, un poco imbécil. No imagino esto en otro lugar. No pasaría, y los ejemplos están ahí. Hasta en eso somos especiales, claro. Tampoco se trata de construir un cajón de sastre notuvimosayudadenadie al que achacar todas y cada una de las cosas que se hicieron mal, de todas formas, pero justo es tenerlo en cuenta.
Así, entre éxitos, títulos, pero también grandes errores y demagogia barata –1% del presupuesto, que no llegó a cobrar jamás más de un millón de euros, ¿y cuánto cobra cualquier director deportivo? ¿Cuánto cobra cualquier ‘cheiñas’?- se va el Presidente. El presidente del Deportivo tal y como lo conocemos. Quizás, y solo quizás –solo hay que ver cómo está el fútbol español-, sin él no habría deuda. Títulos probablemente tampoco. Se marcha, con gloria y fracaso, triunfos y millones pendientes detrás, la muerte de la institución acechando, pero dejando un último legado: hacer a la entidad más grande, sabiendo aprovechar la ola de deportivismo que surgió hace tres años. En Alemania entendieron de qué va esto, Lendoiro en parte también. La grandeza no es sino la masa social, el apoyo. Y eso se lo lleva el Deportivo. Eso que jamás se debe estropear.
Indudablemente, Lendoiro gestionó tan bien en unos aspectos como mal en otros, luchó batallas perdidas y se enfrascó donde no debía, pero también sus réditos vivirán para siempre. Podremos mirar al pasado y ver lo que algún día fuimos, podremos deambular por el limbo con una mochila cargada de títulos y gloria. El limbo, pero también la mochila, corren por su cuenta. Él hizo grande al club y la ciudad, él hizo este Dépor. Se va el que un día presentó a Mauro Silva y Bebeto con la ilusión de un niño, el que abrazaba a Arsenio y lloró desconsolado tras el penalti de Djukic; el que levantó la Copa con Fran y aupó a Donato en el gol de la Liga. Se va el gran artífice de que el deportivismo se estremezca cuando las imágenes pasan y los sentimientos se tornan escalofríos. Se va y, para muchos, deja llantos; tristeza y recuerdos. Recuerdos de cuando fuimos los mejores. When we were Kings. ¿Alguno lo hubiera cambiado? Hasta siempre, Presidente.