Tras la estocada de Lassad todo parecía encaminado hacia un desenlace funesto para un valiente Celta. Pero se marchó la pausa, la magia del 21, y con tesón, el Celta se fue arriba para alcanzar el luminoso con una entrega desmesurada.
El partido languidecía porque las fuerzas se habían ido hasta la extenuación. Incluso el sol, inesperado invitado en la primera mitad, había dejado paso a unas nubes que copaban el cielo vigués con ahínco descargando un fino orballo sobre el césped de Balaídos. Cielo gris para el fragor de la batalla, lluvia atlántica que hacía presagiar el desenlace épico de un encuentro nacido para perdurar en la memoria, a engrandecer todavía más la leyenda de un choque de Primera que, vicisitudes del destino, se dio en Segunda.
Con ambos equipos casi entregados al honroso empate, Guardado porfió una pelota encontrando el premio que buscaba: una última bala en forma de golpe franco, una última intentona para marcar la diferencia. Mexicano al lanzamiento, la pelota salió arriba, tocada, con efecto, mientras el movimiento era incesante en la zona de castigo. Nada más ser golpeada se advirtió su trayectoria; era una pelota franca para pugnar en el área, para una última guerrilla con el rival atrincherado. Para que un titán la ganase en una batalla desigual en número, pero también en candidez. Y se impuso el coraje de quién vivió rivalidades extremas, de quién se crece en los derbis y ataca cada pelota como si la vida le fuera en ello. El esférico voló lento tras el cabezazo del coloso, impulsado en un slow motion eterno hasta topar con un larguero que quiso ser asistente, partícipe de la gloria coruñesa, mejor amigo del elegido para las mieles victoriosas de un mediodía diferente; todo menos un domingo cualquiera. Era un momento, un instante, que jamás pudo haber imaginado; un momento que lo auparía a los altares de la afición coruñesa cuando, inmerecidamente y sin tiempo para demostrar lo contrario, no hacía mucho que estuviera en los abismos de cierta parte de la misma. La empujó a gol y llegó el éxtasis, la locura desenfrenada. Con la cara empapada y el gesto desencajado, Borja vio a la grada enloquecida y su mente fue atravesada por la imagen de su padre gritando el tanto, atravesada por un todo blanquiazul. Se le cruzó también aquel maldito día de verano en su presentación, aquellos ignorantes. Ahora estaba en su sitio, la afición era suya; de Vigo al cielo. Y en un décima recordó los campos ingleses, el barro en los márgenes y el delirio colectivo… Vio la esquina blanquiazul y no lo pensó, se lanzó de rodillas y rememoró escenas imperiales agarrando el malogrado banderín de córner en el más silencioso grito mientras el equipo llegaba desbocado arremolinándose alrededor del héroe accidental. Una exaltada montaña que traducía el sentir de un grupo humano cargado con la responsabilidad de un ascenso, cargado con las emociones de decenas de miles de almas entregadas a la causa. Porque la afición no ganará partidos, pero se hace difícil negar que mueve conciencias.
Ansiado pitido final y a los valientes viajeros a tierra ‘hostil’ se les estremeció el corazón mientras el sentir blanquiazul los llenaba de orgullo cuando, agarrados, los héroes del año en el infierno desbordaron alegría en cada rugido clamado por la multitud, en cada puño al aire, soltando tensiones, sabedores de su éxito, lanzándose a ras de césped hacia la grada coruñesa en señal de oda y agradecimiento. Simbiosis soñada entre jugadores y afición, unión y compromiso como valores en el plan de huída. Canten putos, canten.
Esfuerzo titánico, desmesurado, para elevar a mágico el espectáculo otorgado en el sur galaico por dos conjuntos inmensos. El balón parado impuso un destino cruel, porque lo habría sido en cualquier situación. Una derrota en tiempo añadido, sea como fuere, es siempre cruel. Y nada más que cruel, por mucho que bramen desde Vigo contra la injusticia que supuso la victoria de un Deportivo determinante y eficaz, superior en todo caso, pues la posesión estéril no gana partidos; lo hace la categoría, el empaque, la calidad. Aún con todo, el Celta fue más que un digno rival, persistente en su concepción del juego, fiel a sus ideas y limpio en la lucha. Pero el Deportivo de Oltra es líder sólido por méritos propios. De todas formas, el mayor éxito de este derbi memorable es que deja un poso de esperanza, de principios de entendimiento entre dos aficiones empecinadas en trasladar la rivalidad deportiva y un sano pique a terrenos violentos que se escapan a la lógica, pues por encima de todo, es más lo que nos une que lo que nos diferencia. El aplauso de Balaídos a Valerón es digno de elogio. Chapeau. Piedra a piedra se hará el camino. Por un derbi de personas y no solo de colores, por un espectáculo de Primera en la máxima categoría.