Siempre me ha gustado ir a contracorriente, aunque a ciertas edades una no sea consciente aún de lo que significa esa expresión. Y ni siquiera le importe. ¿Qué es políticamente correcto y qué no? A decir verdad, cuando una es tan joven no repara en el qué dirán, ni en si debe hacer esto u lo otro porque simplemente lo demande la sociedad.
Quizás en esa libertad e inocencia infantil resida la autenticidad más pura, nuestra versión más sincera. Al fin y al cabo, nuestras virtudes y nuestros defectos en ningún sitio se visualizan tan bien como en nuestro hábitat natural. Allí donde solemos gritar, sentirnos libres y ser nosotros mismos.
Por mi comunión, alguien que no me conocía demasiado, con todo el cariño del mundo, me regaló una muñeca. Creo que podría contar con los dedos de una mano todas las muñecas que he tenido en mi vida. Por eso me acuerdo de esa. Sin embargo, no me llegarían las dos manos para sumar los balones. De goma, de plástico, de espuma… El material era lo de menos. Yo me crié entre pases en largo y remates de cabeza. Y no por eso me sentí mejor ni peor que mis amigas.
En Primaria, mientras cada uno iba decidiendo cuál era su hobbie favorito, a mí nada me hacía más feliz que la pachanga de los recreos. Me pasaba toda la mañana esperando al timbre de las doce. Seguro que con otros planes el recreo también hubiese sido divertido. Al final, cuando te juntas con niños y niñas de tu edad, es imposible aburrirse. Pero si yo en mi sano juicio consideraba que lo que molaba era ir al pabellón, ¿quién me iba a detener? ¿Quién me iba a decir que tomase la merienda con calma, que el partido era para chicos?
A mí me daba igual ser la única niña. Juro, sin miedo a equivocarme, que por aquel entonces no reparaba en ello. ¿Qué sentido tenía que alguien me frenase? Por suerte, nadie lo hizo tampoco. Solo había un elemento externo -y a la vez interno- que me detenía de vez en cuando, que se autoinvitaba sin permiso a la fiesta. El catarro. Como a cualquiera que sude en el gimnasio, salga al exterior y no se duche hasta llegar a casa.
Sexto contra quinto -mi cole era muy pequeño como para haber A y B-. Todos contra todos. Rey de pista. Rebumbio. Frontón. Alguno jugaba tanto a la Play que luego se venía arriba e inventaba modalidades, disciplinas. Todas sin árbitro. Todas con las leyes según le conviniese a los mayores. Era lo de menos. Hasta en los piques aprendías. Hasta en los piques ibas cogiendo experiencia.
Un día, al salir del cole, mi padre me tenía preparada una sorpresa. Una fotocopia del DNI en el bolsillo. ¿Una fotocopia del DNI en el bolsillo? Como en todo proceso burocrático que se precie, el DNI es un requisito fundamental para darte de alta en cualquier club o sociedad federada. Y a mí, fotocopia y firma mediante, casi sin saberlo, me esperaba el equipo de mi pueblo. Aunque ellos -los que lo formaban- tampoco tuviesen conocimiento de ello. Juro que se me empapan los ojos si pienso en la primera imagen que tengo de aquel día. Un campo de tierra, unos conos medios rotos, unos petos descoloridos, unas gradas descubiertas, una oficina con escudos… (solo me faltaba de fondo “la Chaaaaaaaaaampions…”).
Firmé –el documento más importante de mi vida hasta ese momento, seguro, y puede que sin el “hasta ese momento” también-, me inscribieron, entrené, debuté y escuché. Escuché la paranoia. Escuché, de alguien con mucho tiempo libre, que “las niñas que juegan al fútbol se tuercen las piernas y lucen mal los vestidos”. Sonreí, pensé en la tristeza que iba a tener mi madre cuando llegasen las fiestas del pueblo y me quedasen feos los vestidos. Digo pensé porque ella nunca me dijo nada. Y los vestidos en junio me los siguió comprando.
Viajé. Conocí a algunos de mis mejores amigos en un terreno de juego. Le pedí después de los partidos el vestuario a los árbitros. Crecí. Y cuando quise abrir los ojos, cuando me los froté, vi camisetas con nombre de mujer. Miré atrás en el tiempo, me emocioné, me volví a frotar los ojos, me volví a emocionar, miré a Riazor, miré al Wanda Metropolitano, me senté al otro lado, en la grada, en segunda fila, me puse los prismáticos y las vi a ellas. Y me vi a mí. Y vi tantos sueños cumplidos. Y cuarenta y ocho mil almas en San Mamés. Y supe que había merecido la pena. Y le escribí a mi primo: “Déjala que sea. Futbolista, periodista deportiva, entrenadora o árbitra. Déjala que sea lo que quiera ser. Pero déjala, al fin y al cabo”.
Ningún adulto debería romper jamás los sueños de una niña por el simple hecho de serlo. Feliz 8 de marzo.
- Texto publicado en 2019.