Nueva columna de opinión de Tomás Magaña, que en esta ocasión repasa los 365 días del técnico al frente del equipo.
Un entrenador en paro. Eso era Fernando Vázquez el 1 de enero de 2013. Uno de tantos gallegos con afán de trabajar pero sin oportunidades para hacerlo, especializado en un sector en que no abundan, en que el tiempo es cemento que entierra la memoria. Con 60 recién cumplidos, con la frustración que cabe presuponer a quien se ha vencido a sí mismo en combates vitales y no encuentra una salida profesional para continuar avanzando.
Un deportivista herido. Como cualquier otro, el 9 de febrero de 2013. Sangrando con cada golpe encajado por un equipo al borde del desahucio, sufriendo con una afición fracturada, arrostrando las incertidumbres sobre el futuro de una institución recién asomada a un proceso concursal. Aunque tal vez permitió a su mente soñar cuando Domingos Paciência interrumpió un gabinete de crisis con Lendoiro y Bello para esbozar su dimisión en la rueda de prensa posterior al mortuorio 0-3 ante el Granada. Aquel banquillo de su anhelo…
Un torbellino de ilusión. En la madrugada del 10 de febrero, Vázquez temblaba sobre el asiento de su automóvil mientras conducía hacia A Coruña, con la mente en plena efervescencia, incapaz de ser prudente y de aguardar al momento de la firma para trazar una hoja de ruta imposible. Imposible parecía volver a entrenar después de cinco años en paro, lo demás era cuestión de trabajo y matemáticas. «Espero que el Dépor se aproveche de mí y yo de ellos»: primera declaración de intenciones.
Un terapeuta para miles. Durante las semanas siguientes, Fernando se erigió en líder blanquiazul bajo el mantra del “sí, se puede”. Tardó cuatro jornadas en ganar y aquella situación calificada de irreversible tomó apariencia de condena sellada. La ‘carrerita’ de turno no tuvo lugar sobre la línea de banda, sino en el mismísimo corredor de la muerte: cuatro triunfos consecutivos para que la quimera dejase de serlo. No pudo evitar el descenso, pero de la misma manera que la mortal herida era anterior a su llegada, quizá la auténtica salvación trascendía la caída, escondida en los sentimientos reavivados, en la unión y compromiso tatuados a fuego.
Un tipo agradecido. Si hubiese decidido irse tras el 1 de junio, seguramente figuraría entre los primeros recursos de cualquier equipo de Primera que se viese al filo del abismo durante la presente campaña, tras el casi-milagro gestado en Riazor. Pero eligió quedarse a pesar de todo. A pesar de que el verano pintaba tan duro como el más frío invierno, a pesar de que no tendría un plantel de Aranzubias, Colottos y Guardados. Porque le tocaba al Dépor aprovecharse de él, de su capacidad para ser parapeto creíble, oasis de templanza y sentido común en mitad de tormentas y pánicos. Vino para rehabilitarse y permaneció para rehabilitar.
Un guía mesurado. Ni alarmista cuando trabajaba con 17 jugadores, ni engreído cuando empezó a gobernar la clasificación, ni desquiciado cuando balas electorales sobrevolaron su vestuario, ni prepotente cuando llegaron refuerzos de campanillas. El entrenador saltimbanqui que enloquecía para celebrar los goles de su equipo es hoy un jerarca reflexivo y centrado, un hombre de prioridades a quien ningún canto de sirena desvía del camino que minuciosamente elige. Un año después, ése es Fernando y éste es su Deportivo, un binomio sólido por quien nadie habría apostado hace tan solo 367 días.