Yo no lo sabía, pero él estaba a punto de irse. Y él no lo supo hasta ayer, pero aquel día, Adolfo Aldana redobló mi apuesta emocional por el Dépor. En mi credo, suelo dudar de los que dicen nacer con los colores de un equipo y aluden únicamente a éxitos. Me reafirmé en esa idea hace apenas un mes, hablando con mi amigo Pablo Rivadulla. Él supo cuál era su club cuando entró al salón de su casa y vio la tristeza de su padre tras volver de Riazor, después de que Djukic fallase aquel condenado penalti. Porque parte de la vida es precisamente eso: identificarte con el quise y no pude, con el jugador al que le temblaron las piernas.
El 27 de junio de 1995, las mías bailaban sobre los hombros de alguien en las cercanías de la fuente de Cuatro Caminos. A ese alguien aún no lo he identificado, pero forma parte del paisaje en el segundo recuerdo más marcado de mi infancia: la celebración de la victoria en la Copa del Rey. La del diluvio. Ahora, aún me vienen fogonazos con alguna música de Leiva. “No fue un brillante estreno, pero ganamos títulos”, dice el Flaco. Yo tenía entonces cinco años, y apenas entendía qué ocurría a mi alrededor. Imagino que, cuando eres crío, te mimetizas con la alegría y el llanto, como si fuese la única etapa de tu existencia en la que realmente empatizas con los demás. Y de aquellos abrazos de fraternidad entre aficionados que dos horas antes no se conocían, creí intuir lo que era el fútbol. Mi fútbol. Y mi equipo.
Ayer, parte de él regresó a Riazor. Y allí estaba Aldana. A Adolfo lo conocí una tarde de mayo de 1996 en el Centro Comercial de Cuatro Caminos. En el piso superior, tras el antiguo Bonilla, yo ponía en práctica una de mis peores virtudes: sin vigilancia paterna próxima, apuraba hasta el final las opciones de llevarme una bola de juguete de las máquinas de vending introduciendo el brazo hasta donde buenamente podía. No era la operación más sencilla ni tampoco la más discreta, pero encontré apoyo: un niño de tres años se había interesado por el proceso y me acompañó en la trama. Tras unos minutos de incertidumbre, hubo premio. Y la esfera y su juguete acabaron en las manos de aquel crío, el hijo de Aldana, que volvió corriendo con su padre para relatar aquella victoria audaz, digna del mejor centro de Adolfo y el remate posterior de Bebeto.
Al poco, apareció Aldana doblando la esquina del bar. No recuerdo nada de la conversación, pero sí que sacó una fotografía suya que me regaló y aún hoy está en mi casa. En ella, con una letra tan espigada como su figura entonces, consta: “Para mi amiguito Pablo, con aprecio”. Desde entonces, la imagen ha sobrevivido en mis cajones a todos los desastres domésticos posibles. Quizá para llegar entera a una mañana como la de ayer, en la que Adolfo se sorprendió al verla salir de mi mochila y rememorar aquel episodio fugaz, pero que dejó más poso en un chaval que todas las victorias de una temporada. Y yo, que tengo el mal hábito de buscar metáforas hasta en el café del desayuno, no dejo de pensar que qué importan las redes sociales y los eventos cuando el deportivismo más puro nace a veces de un simple e imprevisible gesto de cercanía.