La historia de un club se forja a base de grandes triunfos y dolorosas derrotas, de ascensos, salvaciones e incluso títulos que desatan la felicidad y duros reveses en forma de descensos y eliminaciones cuya tristeza perdura en el tiempo, de momentos de éxtasis colectivo en los que jugadores y afición tocan el cielo y otros en los que el ambiente se convierte en un auténtico infierno. En definitiva, éxitos y fracasos colectivos en los que siempre emergen futbolistas que ejercen de líderes.
Entre las fechas clave de la dilatada historia del Real Club Deportivo de La Coruña el mes de junio de 1992 merece un hueco destacado. Tras veinte años anhelando el regreso a Primera y con la entidad en la recta final de su proceso de conversión en sociedad anónima deportiva el conjunto herculino se jugaba la permanencia en una eliminatoria a vida o muerte ante el Betis. El 17 de junio los hombres dirigidos por Arsenio Iglesias lograban la gesta de sellar su continuidad en Primera en un agónico partido disputado en el feudo verdiblanco.
Con la permanencia garantizada tanto en el terreno de juego como en los despachos era el momento de convertir en realidad todas aquellas buenas intenciones y palabras deslizadas, una y otra vez, por parte del presidente Augusto César Lendoiro y que invitaban a los sufridos aficionados blanquiazules a pensar en un Deportivo de altos vuelos. Muchos nombres de posibles fichajes habían salido a la palestra, nacionales e internacionales, pero apenas habría que esperar unos días para confirmar la llegada de los primeros refuerzos.
El lunes 29 de junio el estadio de Riazor abría sus puertas para dar la bienvenida al exmadridista Adolfo Aldana y a un mediocentro brasileño, hasta entonces prácticamente desconocido para el gran público, llamado Mauro da Silva Gomes. Con la gesta lograda en el Villamarín muy presente aún entre el deportivismo, alrededor de 3.500 aficionados se congregaron en las gradas del estadio herculino para presenciar la puesta de largo de dos futbolistas que ayudaban a fomentar el optimismo reinante en la ciudad. Sin embargo, ni el más optimista de los allí presentes ese día era consciente de estar siendo testigo de un momento que supondría un punto de inflexión en la historia del club, los primeros instantes enfundado con la camiseta blanquiazul del jugador que guiaría los pasos del Deportivo durante más de una década hasta convertirlo en uno de los grandes de Europa.
Procedente de un modesto del fútbol brasileño como el Bragantino, Mauro Silva “cumplía el sueño” de dar el salto al fútbol europeo con 24 años y la recién estrenada vitola de internacional con la selección canarinha. Las primeras palabras como jugador blanquiazul fueron para expresar la emoción y el agradecimiento por la cálida acogida brindada por la afición, y acto seguido tiró de sinceridad al definirse a sí mismo como “un centrocampista defensivo que procura colaborar a la hora de repartir juego” y asegurar que “sería un cínico si dijera que soy un goleador”.
Ese día dio comienzo una etapa de 13 temporadas en A Coruña en las que Mauro Silva vio como se le escapaba una Liga de la manera más cruel y unas semanas más tarde se proclamaba campeón del mundo con Brasil. Después llegaría la primera Copa del Rey en la historia del Deportivo, el ansiado título de Liga, el Centenariazo, las tres Supercopas e innumerables e inolvidables gestas por toda Europa que bien hubieran merecido al menos la recompensa de poder disputar una final de competiciones europeas, algo que acariciaron en dos ocasiones y la única espina que tiene clavada Mauro Silva de sus años como blanquiazul. “Teníamos equipo para haber ganado la Champions”, se lamenta el brasileño.