Por Carlota Leira.
Aquel viernes 19 de mayo fuimos los últimos primeros en ganar algo maravilloso. Qué bofetón de fútbol moderno tan duro y tan lleno de orgullo.
Porque el Efecto 2000 sembró el caos en unos equipos grandes que no supieron ver que cierto equipo pequeño todavía tenía que poner la guinda a su particular pastel.
Veinte años después, el tiempo nos ha demostrado que, por mucho que lo hayan intentado, nadie más ha sabido ser el nuevo Súper Depor.
Tal vez la magia radicó en que pareciese fácil lo que realmente era increíblemente complicado.
Y esta esquina del mapa, pintada a brochazos blancos y azules, todavía puede llevar la cabeza muy alta independientemente de la categoría en la que le toque bailar ahora.
No es en absoluto sencillo escribir estas líneas tras los acontecimientos acaecidos en un año que se esperaba festivo y ha acabado siendo sumamente difícil para todos. Cuando todo lo vital que considerabas garantizado se derrumba, las cosas pequeñas pasan a un segundo plano. Excepto, tal vez, la más importante de las cosas no importantes.
En los últimos veinte años hemos experimentado decenas de sentimientos encontrados. Fuimos capaces de rozar el cielo con las manos, escribiendo páginas y páginas de oro en el libro del fútbol, hasta arrastrarnos por campos sin nombre ni gloria. De un extremo a otro sin paracaídas, pero con un colchón llamado afición que ha amparado el declive con su cuerpo, su voz y su apoyo.
Ahora, después de todo lo que he vivido, tengo claro que si el Deportivo bebiese en las aguas de los términos medios, probablemente animaríamos a otro equipo.
Ser del Deportivo me enseñó desde pequeña a querer con el alma y el corazón algo intangible.
Y en estos meses, cuando me he dado cuenta de que puedo querer sin ver, sentir sin tocar y cuidar sin estar; observo que, aunque el Deportivo se haya quedado en la mínima expresión de lo que era hace dos décadas, conserva lo vital.
Y, cuando quitas lo superfluo, no necesitas ver para querer, tocar para sentir ni estar para cuidar al equipo de tu vida.
Hoy toca ver en bucle diferido aquel partido que nos dio lo que el Universo nos debía desde seis años antes.
Y lloraré. Vaya que si lloraré.
Lloraré con una mezcla de emoción y nervios como si el resultado pudiese cambiar por el simple hecho de darle al play… ¡Jumanji!
Por mucho que recuerde las jugadas de memoria, los nombres de los jugadores y hasta cómo olía Riazor aquella mágica tarde; teletransportarse a donde una vez fuiste feliz, evoca a una infancia que no volverá, pero que guardo como una cápsula de oro en lo más profundo de mi ser.
Y desde esa infancia dorada, sabiendo que volver a pisar Riazor se torna una quimera sin fecha y pensando si toda esa familia de locos blanquiazules que he formado a lo largo de los años estará bien; brindaré disfrutando del partido con una Estrella dedicada a todas las estrellas que nos guían el camino desde entonces. Porque, gracias a ellos y a su legado infinito, hoy podemos celebrar lo mejor que nos pasó en la vida.