Tras el partido en Mallorca y previo al trascendental encuentro ante el Zaragoza en el feudo blanquiazul, regresa ‘Alta Definición’ a Riazor.org.
Alzó el puño, desgarró un ‘¡Vamos!’ afónico por la garganta y saltó de la silla, como un resorte. El plasma, presidiendo la salita compuesta en IKEA y aderezada con regalos de mamá, todavía mostraba a Son Moix hundido y ella, con la sonrisa de par en par, entre palmas y suspiros, entre vasos de agua y el alivio, pegó un grito que le recorrió el cuerpo. Liberador, largo; sin sentido, ininteligible, casi salvaje. Con el alma lejos de casa y el cuerpo entregado a una temblorosa resaca de domingo, no tenía con quién compartirlo esta vez. Y ese pitido final cerca estuvo de ser un orgasmo. Al menos en su cabeza, en sus nervios; en su espalda agarrotada o su ánimo marchito. Por eso gritaba en soledad y corría en calcetines por la tarima, se tiraba en el sofá de los mil cojines y seguía brincando por el piso como si no hubiera mañana, recordando ya sin voz a Sílvio redimido y al pistolero de Aranjuez fuera de sí, a Manuel Pablo dando voces y una pila de camisetas redivivas. Aún el fuego turco. La conquista de la isla en modo sixpointer match.
Ensaimadas para merendar y volver a la pelea. Arbitraje y balones a la olla mediante, la martilleante tensión de hora y media se iba desvaneciendo así entre alaridos, golpes de los vecinos y mensajes en el móvil. Limpió rápido la bandeja del Whatsapp –lo aborrecía profundamente- y cogió de la estantería de la entrada el mamotreto que tenía por teléfono. A la tercera consiguió marcar los nueve dígitos del número de su padre: risas, Fernando Vázquez y comida el sábado. Más calmada, en cierto punto exhausta, fumó un cigarro en la ventana prometiéndose que sería el último del día; intentaba dejarlo y el Dépor no había venido ayudando mucho. Tampoco la fuerza de voluntad era la mejor de sus virtudes. Ni el orden. Aún con la vista nublada en humo y tejas rojas, sin comer y con una camiseta blanca, grande y roída como pijama, abrió el Facebook para el plan de la noche: a las diez en Santa Catalina. Tenía tiempo. Y felicidad. Encendió unas velas, llenó la bañera y cargó Elephant Gun de Beirut a la lista de reproducción. Alegría contenida tras la victoria, con esas trompetas infinitas, con ese aire circense y la evocadora nostalgia de tardes de verano con sol anaranjado y Estrella Galicia sobre la mesa. Cerró los ojos. Domingo feliz. Y sábado Riazor, sábado Zaragoza.
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Empanada, cocido, café, tarta helada y besos a la abuela. Llegada a casa, ducha rápida y el vestuario habitual: bufanda atada y la camiseta de Mauro Silva con el seis a la espalda. La del Centenariazo. La que había regalado su tío Antonio, la que besaba mirando al cielo en cada gol. La que siempre llevaba. Vaqueros oscuros ajustados, casi nuevos. Botines de ante y tacón, rojo de labios, la pulsera de cuero humedecida y el pelo, largo y negro, todavía mojado. Rock star deportivista, traductora a tiempo parcial. La semana, su semana, entre Domingo de Ramos triunfal y sábado familiar, entre Manzano y Jiménez, entre su tele y Riazor, había pasado sin vida, sin brillo; larga, como sus piernas. Por eso ahora se recreaba en el momento que llevaba esperando varias jornadas, el de la oportunidad. No podía hacer otra cosa que disfrutarlo. Salió con las Ray-Ban de pasta puestas y media sonrisa, tan radiantemente ella. Todavía eran las cinco y media, así que anduvo lento, levitando evadida en sí misma. Anoche había visto Pulp Fiction por cuarta o quinta vez. Cortesía de La Sexta 3 y no poder evitar sus fetiches. ¿Cómo iba a negarse a Tarantino? Y ahora, camino al estadio, cabeza desordenada, voluble en pensamientos, tan diferente y tan normal, tan ecléctica, pintaba de negro a Valerón para verlo como Jules Winnfield dando soliloquios pausados sobre el verde. Riki le pegaba más con Vincent Vega. También fantaseó con ser Mia Wallace por una noche; ahí se dio cuenta de que le costaría decidir a su Travolta. Una vez distraída recordó que la película no terminaba del todo bien, así que dejó de ver a Fernando Vázquez como el Sr. Lobo, presto a la hora de solucionar problemas y revertir morales, y bajó por Paseo de Ronda cantando el Heroes de Bowie. Cabeza desordenada, se le entremezclaba con el Girl, You’ll Be A Woman Soon e imágenes de Uma Thurman en batín blanco puesta hasta arriba. Estaba centelleante de nuevo, viva, impulsada por el último aliento de un Dépor ahora sí combativo como su afición y su costumbre de beber la vida a trago. Porque algo había vuelto; un pedazo que le faltaba y que, quizás ahora, notaba más que otras veces, más que nunca. Un trocito de cielo blanco y azul. La ilusión, robada entre continuas decepciones, había vuelto. Y pobre del que ahora quisiera arrebatársela de nuevo. La temporada había hecho mella, pero ella estaba de vuelta. Ella y todos. Como hace dos semanas. O dos meses. O como hace unos años frente al Valladolid y los vítores desde la salida del hotel. Tan solo necesitaba un estímulo a la pasión; dos, quizás. Y llegaron, en viernes y en domingo. Uno para abrir dos semanas de fiesta, el otro para cerrarlas. Ahora, de nuevo, el Dépor estaba en la batalla. Y Riazor mediante.
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‘Chiquitín’, escaleras de Marathon y las miradas de los munipas. La lluvia –incesante lluvia- de toda la semana se había ido y ahí estaba ella, de nuevo en Manuel Murguía, de nuevo en el aluminio incómodo de su sitio de siempre en su terraza de siempre, mirando hacia fuera, respirando briznas de sal y olas de deportivismo. Digestivo y relajante Tanqueray con tónica, el móvil encima de la mesa y el bolso en el regazo. Todavía faltaban quince minutos para que llegara su tropa, pero le gustaba llegar antes de la hora y mirar a la gente hablar, brindar y vociferar; fijarse en los nombres de las camisetas, ver a la multitud esperando a los jugadores. Soledad buscada, ficticia. Con cada sorbo a la copa de balón se iba sumando gente, hasta que todos se sentaron y hablaron de Mallorca, de Lendoiro, de Bruno, de Bicho, de Insua… La actualidad de la semana, los debates habituales, las posturas de siempre. Quince minutos y entrarían. Los once de Vázquez más 30.000 a la pelea.
Comenzó el partido de manera previsible: nervioso, de miedos y complejos, urgencias y presiones. Valerón comanda con Juan, pero el Zaragoza junta líneas. Avisa Postiga en un par de desmarques, Apoño con un tiro desde la frontal. Riki la tiene de cabeza pero conecta con la coronilla. El choque se vuelve un tanto tedioso y languidece, zozobra hasta dar con el descanso y el Stamp on the ground. El sol se esconde y la grada anima con fuerza. A ella ya no le quedan uñas. Ni ginebra. Enciende un pitillo tras otro. Cero a cero, minuto 60. Falta al borde del área, perfil diestro, golpeo propicio. La va a pegar el nueve.
-Gol y nos ponemos a un punto.
-Estamos vivos. Jodidamente vivos –gritó agitando la bufanda, besando la camiseta, mirando al cielo-, jodidamente vivos.