«No quedan actores como él, así que, ¿para qué cambiar?», decía mi padre. Hay una escena que, casi de forma semanal, se repite en el salón de su casa: la de Clint Eastwood mascullando en el televisor. No importa que sea Gran Torino o Harry el sucio, porque el misticismo no se altera con el paso del tiempo, así que llegó un momento que tenía interiorizada parte de algunos guiones y, mientras tanto, llegué a leer durante los últimos quince años que el bueno de Clint dejaba el mundo de la interpretación hasta en más de diez ocasiones. Con 85 primaveras, ahí sigue.
Envejecer es un arte reservado para la gente de a pie. Recuerdo a menudo que, cuando era pequeño, me intrigaba la figura de un anciano que tenía una cita diaria con uno de los bodegones de la Gaiteira. Solía llegar a las doce, se sentaba siempre en la misma mesa, cogía el periódico y lo hojeaba desde la contraportada hacia atrás. Y luego volvía a empezar, como si su intención fuese asegurarse de que no había dejado ningún cabo suelto. El mismo día que el Deportivo fichó al ‘Toro’ Acuña le preguntó un amigo: «¿Viches a quén trouxo o Dépor?». Y él contestó: «Que traian a quen queiran, pero que nunca me deixen ir a Mauro«.
Las chaquetas de teniente en el mundo del fútbol suelen estar un tanto infravaloradas. En el patio del colegio, los únicos cromos de Panini que casi nunca salían de los bolsillos eran los de los mediapuntas y los delanteros. En mi caso, con el paso de los años, aprendí a tener querencia por los jugadores de brega. Más de uno llevaba el pantalón por encima del ombligo y, por norma general, eran toscos con la pelota, parcos en palabras y en primera instancia, no llenaban la vista. Como Laure y Álex Bergantiños, la sensación era que llevaban tanto tiempo ahí que nadie se fijaba en ellos. Y sin embargo, su mochila está llena de remiendos.
Ambos forman parte de una especie en extinción: los futbolistas artificieros. En el vestuario saben bien qué cable no cortar y sobre el césped lo dejan todo. A veces, incluso se permiten el lujo de tirarle un caño a Marcelo y romper alguna cintura sin previo aviso. Como a Manuel Pablo, acumular arrugas en la frente les sienta bien e irónicamente, parece invitarles a desmelenarse. Sí, a desmelenarse. Esa metamorfosis la vivió un buen amigo mío que, tras un tiempo viviendo en Escocia e Irlanda, volvió a Coruña jugando mejor que nunca, tocándola de primeras, sin saber si era zurdo o diestro, virtuoso ocasional o mediofondista improvisado. La incógnita todavía sigue viva, pero un partido sin él no sería lo mismo.
Algo parecido pasa precisamente con Laure y Álex. En el tren de su vida, ellos hacen parada una y otra vez en Riazor para quedarse. ¿Qué sería de las tabernas sin la clásica pandilla de veteranos machacando cada día la madera de la mesa con el dominó? Pensemos en ello. En lo cotidiano, en la gente de siempre, reside habitualmente la identidad de un club. Y la del Dépor es imperfecta. Dénmela siempre así, con los corazones a mil revoluciones, con la certeza de que ningún partido será tranquilo y la conciencia de que, por mucho que a veces parezca la casa de los líos, siempre habrá un Clint en la plantilla, sentado en su porche cerveza en mano, y con el rifle cerca para mantener el orden.