Con la resaca del derbi, vuelve ‘Alta Definición’ a Riazor.org con una particular visión del choque de hace exactamente una semana.
Eran las siete. Coruña temblaba dormida, temerosa tal vez. Olía a azufre y sol salitroso, a épica miedosa. A drama y silencio, a resignación. A última bala, a ruleta rusa de Apocalypse Now. Olía como lo había hecho toda la semana. A primera hora de esa sucia noche de viernes, incluso los más creyentes vagaban callados; aletargados y caídos a los puntos, las dudas asolaban y el ambiente no terminaba de romper. Esto era Purple Haze y sin el riff; muy lejos de besar el cielo, lejos de tan siquiera pensarlo. Quedaba poco, lo quedaba todo. Agazapados y pacientes, como en escaramuzas recientes, el pueblo blanquiazul y 11 tipos hechizados por María Pita vigilaban a su presa, que danzaba alegre y ajena, crédula e incauta, afanosa de gloria con sangre, ansiosa por sacarse viejos puñales que todavía hoy rezuman odio por cada boquete. Hasta que las diatribas enemigas, presas de ese fervor y envueltas en multimedia, prendieron la mecha y el pintoresco helicóptero hizo entrada para disfrazarse de tambor de guerra, Coruña todavía temblaba, dormida, temerosa tal vez. Quizás porque desconocía que los guerreros, conscientes, aguardaban serenos con la respuesta en las botas y el cuchillo entre los dientes. Con el orgullo entre los dientes.
El orgullo del herido, tal vez el último tiro del muerto. O tal vez la primera batalla de la guerra de los 100 años y 11 partidos. Porque el aplomo del vestuario del 21 ya había inundado la calle, que imaginaba fuegos de artificio celestes contra armaduras de metal. Sosiego frente a excitación visitante. El pálpito, de recorrido natural voluble, saltó a brincos hacia la ensoñación de la madrugada anterior, a aquellos goles inventados en la almohada. A cada grillera contada sobre el asfalto, a cada ronda, a cada minuto comido al reloj, el tímido runrún de barras repletas daba paso a un ánimo creciente. Confianza estoica. Rugía Hércules. Vibraban las bufandas. Entusiastas en hordas portando antorchas, pinturas en la cara y litros en la mano. Humo rojo de bengalas, voces afónicas y la vena hinchada, la camiseta de Rox en el pecho. Coruña temblaba, ya no temerosa, sino efervescente. Y la multitud, blanquiazul, se giró hacia el templo, iluminado y brillante, para pedir un sacrificio; para exigir un sacrificio como respuesta, no ya a las ofensas externas, sino a una vida de dedicación. Necesitaba el deportivismo de un algo para el acto de fé: postrar al cordero atado e indefenso, bajar el hacha, que las vísceras corrieran desatadas. ¿Sin crueldad no hay fiesta? Se abrió al mundo el coliseo y la fiesta, a todo color, estaba lista; toda focos y tifos, toda blancos y azules, cánticos y palmas. Toda euforia y un animal asustado, rodeado por la sed de la muchedumbre.
Y antes de pensar, casi antes de exigir la ofrenda, Sánchez-Rico agrandado a eterno dio paso a la cacería. Entonces el templó ardió. Ánimos, héroes entregados a la causa y 35.000 millones de gritos liberados, de corazones embriagados por una alegría que había sido asolada domingo tras domingo. Vital, el éxtasis se vino el día grande. Ya con la cabeza en el plato y el frenesí fluyedno libre se olvidaron las plegarías. Con el rival abatido, Coruña temblaba, disfrutaba exaltada. Disfrutó como hacía tiempo que no, como hacía tiempo que lo necesitaba. Valerón fue Damballah desde su engañosa omnipresencia, desde su latelaridad asesina, desde su magia añeja; no hubo achique y lo inundó todo. Juan Domínguez, imponente, atlético, con la cabeza de metal y la mirada a los ojos, destrozaba líneas a lomos del caballo de Alejandro Magno. Jerárquicos ambos como Aguilar, vigía, que construyó la Torre de Galata en la medular para dominar el Bósforo a su antojo. Hecha de piedra y flores, la contingencia blanquiazul contenía sin apuros las cosquillas de unas tropas enemigas demasiado fogosas e inoperantes, demasiado entregadas al dominio turco. Demasiado empaque otomano. La película era repetida. Los hombres enviaban a los niños a dormir y Riazor se drogaba con fútbol de contraataque y drama ajeno.
Entre el estruendo de aplausos, vítores y un saco de ocasiones marradas llegó el 90’ para fundir una victoria en ilusión. Al son del ‘sí se puede’ la victoria dejó tres puntos que semejaron diez y una vuelta a la fé. Porque, en ocasiones, de sensaciones también se vive. Abastecido de épica y héroes, el Deportivo, el deportivismo, seguía vivo. Herido en el orgullo, necesitaba un sacrificio, un estímulo: un golpe sobre la mesa para despertar. La mañana del 16 de Marzo de 2013 amaneció radiante. Lluviosa y radiante. Bella y exhausta. Olía a mar y victoria, a calles y vida, a balas en el revólver. A fuego turco y asedio en Mallorca. Eran las 7 y Coruña todavía temblaba, dormida, tal vez por haberse pasado la noche en llamas.