Un día llegaron a mi poder, como por arte de magia, un par de botas de la talla 36 con la costura de la marca Joma arrancada. Ésta es mi historia con las botas de Bebeto.
Han pasado ya muchos años. Al menos 18, qué pasada. Incluso yo, con 27 cumplidos este año, lo veo mucho más lejano de lo que pensaba en un principio.
Aún no había celebrado mi décimo aniversario y a mi poder llegaron unas botas distintas. Distintas porque no era un regalo envuelto en un papel de colores como todos los que se daban en los cumpleaños. Y distintas también porque las botas de fútbol que mi hermano mayor me entregaba ya habían sido utilizadas por más personas. Eran recicladas, unas botas de segunda mano. Había una persona que ya había marcado goles con ellas, que ya había dado pases antes y que se había medido en carreras con sus rivales. Pero ahora las tenía yo y tenía ganas de estrenarlas.
El equipo del colegio
Todavía jugaba al fútbol en el equipo de mi colegio. Era lo típico, lo fácil, lo más cómodo. Entrenar cuando finalizaba las clases y volver a casa con los 4 ó 5 chavales que vivían en mi barrio. Mis padres se turnaban con los padres de los compañeros para ir una semana cada uno al mes a recogernos.
Yo, que siempre me divertí jugando al fútbol aunque fuese con una lata de Coca-Cola, en este equipo me consideraba un incomprendido. Los cuatro entrenadores que tuve (que por cierto jugaron en su época en el Deportivo, aunque eso es otra historia) no sabían cuáles eran mis cualidades ni cómo podían aprovechar mi juego. Solo a uno, a Manolo, le gustaba cómo jugaba, y me ponía en mi posición preferida, la natural: justo por detrás del punta. Pero como fallase en un partido, en el siguiente era suplente. Esa terrible realidad la sufría también hasta con el bueno de Manolo.
Yo era bajito y sin mucha velocidad. Mi fuerte era esperar a que me diesen el balón y aprovechar los desmarques de mis compañeros para regalarles un pase preciso. Ésa era mi virtud: dar el pase. No meter el gol, no regatear a cinco. Mi idea era hacerlo fácil, darla de cara y mover el balón con soltura. Con 9 o 10 años tenía visión de juego, pero no el cuerpo necesario para desenvolverme en una de las posiciones que más potencia requiere y donde casi siempre me alineaban: la delantera.
Los entrenadores, a esas edades, no atendían a súplicas. Los más fuertes y veloces copaban las posiciones de arietes y yo tenía que esperar mi oportunidad desde el banquillo. Durante muchas mañanas y tardes me sentaba al lado del entrenador de turno a esperar a que en el descanso me mandase calentar. Solía salir en las segundas partes, pero a esas edades los partidos solían quedar resueltos en las primeras por lo que mi presencia y mi peso en el equipo disminuía a cada fin de semana. No tardé mucho en irme de ese equipo, pero antes me faltaban dos mañanas de protagonismo.
«Toma Dani, estas botas son para ti»
Me había quedado antes en cómo llegaron esas botas Joma de la talla 36 a mi poder. Mi hermano era compañero de clase y amigo de Óscar Vales. Óscar era un armario. Con 15 años ya medía 1,80 y era uno de los más corpulentos de su generación. Una vez Óscar recibió unas botas de su hermano Marcos.
Marcos jugaba en el Deportivo, era uno de esos pocos jugadores de la cantera que llegaba y tenía presencia en el primer equipo. Allí coincidió con auténticos cracks a nivel mundial. Liaño, Djukic, Mauro Silva, Donato, Claudio Barragán, Aldana… el nivel era altísimo y Marcos apenas tenía oportunidades para mostrar su clase. Con uno de ellos tenía una relación especial, un delantero menudo, pequeño, pero que mantenía sobre su espalda la responsabilidad goleadora del equipo. José Roberto Gama De Oliveira ‘Bebeto’ decidió darle a Marcos un día sus botas de fútbol, aquellas con las que había marcado a prácticamente a todos los rivales de Primera División.
A Marcos no le servían y se las dio a Óscar, a quien lógicamente tampoco le entraban. Así que Óscar decidió llevarlas un día a clase y entregárselas a mi hermano Aure, que era uno de los más canijos de sus amigos. Sin embargo, a Aure le quedaban pequeñas y le hacían daño. El destinatario comenzaba a coger forma. «Esas botas me acabarán llegando a mí», pensaba cuando mi hermano contaba orgulloso a los familiares que tenía unas botas de Bebeto.
Tardé unas semanas en conseguir que Aure me entregase ese preciado tesoro y me llegaron bastante reventadas. El brasileño había arrancado las costuras de Joma, le faltaban algunos tacos y en esas botas negras se adivinaban pequeñas grietas que mostraban el abusivo uso que le había dado el carioca. «Pero si son de Bebeto», le explicaba a mi madre cuando intentaba convencerme de comprar otras diferentes y tirar esas rotas a la basura.
El partido señalado
Los chavales de un año más se habían ido de viaje con el colegio y los entrenadores decidieron ascender a los más punteros de mi generación. Entre esos obviamente no estaba yo, que me quedé a disputar el partido con los de mi categoría, pero ante las ausencias mi titularidad estaba asegurada. Yo estaba muy contento. Iba a ser titular en el primer partido que podía utilizar las botas de Bebeto. Además, en el próximo encuentro nos entrenaba Manolo. Qué más podía pedir.
Esa noche apenas pude dormir. Era la primera vez que me habían dicho que sería titular y lo iba a hacer con unas botas sagradas. Llegué al campo antes que nadie, desquiciándole el domingo a mi padre. Pero valió la pena. Manolo me dio la titularidad y la capitanía (algo que no alcancé a entender), pero al no haber delanteros en la plantilla me dio el ‘9’ y me obligó a ponerme en punta. No me gustaba, pero no quedaba otra. No estaba la situación como para ponerme a discutir con Manolo.
Hice mi mejor partido de la temporada. Marqué dos goles, uno de ellos llevándome por velocidad al central de turno, situación que no me había pasado en la vida. Era mi día, mi partido, la influencia en mi confianza de unas botas con poderes especiales. Mi padre todavía recuerda aquel encuentro. A veces me lo comenta y me putea. «Parecías Bebeto», me dice años después entre risas.
Pero fue efímero. La semana siguiente volvieron mis compañeros, volvían como entrenadores Piño y Richard y yo volvía al banco. De nada habían servido esos dos goles que nos daban la victoria, ni esa oportunidad que me había ganado, no valían ni las sagradas botas de Bebeto. ¡Ni las botas de Bebeto me hacían ser titular!Ese año, cuando terminé la temporada, me cambié de equipo.
El fin de las botas
¿Y las botas de Bebeto? Las llevé en un par de partidos más, todavía en el colegio, y el típico estirón de los chavales de 12 años me impidió volver a calzarlas. Las guardé con ahínco, con cariño, casi con profesa religiosidad durante tres años. Hasta que un día mi madre vació el armario de mi habitación para limpiar los rincones más recónditos. Ese fue el momento en que se terminó mi historia con el delantero carioca. O con sus botas más bien. Las madres no perdonan y esas botas gastadas, rotas, sin la costura de Joma y de la talla 36 terminaron en la papelera. No obstante, me habían marcado tanto que nunca olvidaré aquel debut con la magia de Bebeto.