Por qué en noviembre de 2007 llegó al puerto de Freetown un contenedor cargado con bufandas del Deportivo es algo que nadie en Sierra Leona se explica. Siquiera hay una teoría; una hipótesis que argumente la llegada de miles de bufandas blanquiazules a un país en el que cubrirse la garganta es, probablemente, la última de las preocupaciones vecinales.
La historia me la contó el año pasado en una calle de Freetown Harry Edwin, un chaval sierraleonés fanático del Arsenal y del fútbol en general. En Sierra Leona, como en tantos otros países que casi nadie sabe situar en el mapa, siguen con fidelidad las ligas europeas, especialmente la inglesa y la española. Y ‘con fidelidad’ quiere decir que ven todos los partidos, discuten, animan, visten sus camisetas y en ocasiones no reniegan de una buena pelea. En Freetown, la capital de Sierra Leona, los jóvenes solían ver los partidos en los llamados ‘cines’, que no son sino salas pequeñas con una televisión (objeto del que casi ninguna familia disfruta) y sillas de plástico en las que se emiten los partidos. Después, en 2013, llegó el ébola. Y los ‘cines’ fueron cerrados.
El asunto es que en noviembre de 2007 una pequeña empresa textil del país vio que, además de sus pedidos, entre las bolsas que descargaron había montañas de extrañas prendas blancas y azules. En Sierra Leona es raro que se baje de los 30 grados y del 85% de humedad, con lo que todo lo que no sea una camiseta, un pantalón o unas chanclas es una innecesaria ostentación: los chavales que portan gorros de lana mientras la asfixia aplasta el ambiente son chavales que tienen algo que decir a los demás, los jefes del barrio. Los más cool. También chavales que se deshidratarán antes, probablemente.
De modo que las bufandas del Depor no eran sólo maravillosamente inútiles. Eran también de un equipo de fútbol. El negocio estaba servido.
El dueño de la empresa, de cuyo nombre no se quiere acordar Harry, distribuyó por la capital las bufandas. En pocos días, los mercados y puestos ambulantes de las atestadas y sucias calles de Freetown lucían blanquiazul. Al lado de las falsificaciones de las camisetas del Barça o del Chelsea, estaban las auténticas bufandas del Depor. También junto a los carros de frutas, al lado de las mujeres que venden especias de cuclillas con los bebés a la espalda y colgadas de las sombrillas de los puestos de agua en bolsitas de plástico. Las bufandas del Depor irrumpían su blanquiazul en medio del caos de Freetown, una ciudad con casi ninguna calle asfaltada y en permanente bloqueo vial.
Y se vendieron. Vaya si se vendieron. Duraron días y Freetown se hizo por momentos del Depor. O eso dice Harry, que las llegó a ver pero no se compró ninguna.
Lo malo de esta historia es que es real, por lo que el romanticismo apenas tiene cabida: nadie se hizo del Depor aquel día. Compraron las bufandas, pero la chavalada sierraleonesa siguió animando al Milan, al Real Madrid o al Manchester United. Eso sí: hay algo, un reservado, una mención especial para el Depor desde aquel día. Todos conocen al equipo y todos aseguran saber la historia de las bufandas cuando se habla del Depor. Y casi todos se refieren al coruñés como el equipo al que guardan cariño en un discreto segundo plano.
Este fin de semana los teloneros, como conocemos en Galicia esta temporada el Madrid-Barça, opacarán el derbi galego. Miles de personas en decenas de países se paralizarán para ver el clásico: Marruecos, Cuba. Palestina, Indonesia, Guatemala, Ruanda… También Bielorrusia, supongo, donde me pillará este año el partido. Nadie se dará cuenta de que, al mismo tiempo, hay otro derbi, que tiene de pasión real lo que de mediático el clásico.
Nos queda el consuelo a los gallegos en general y a los deportivistas en particular, de que en un rincón castigado y estigmatizado de África, un lugar que pelea por dejar atrás el ébola de una vez y para siempre, los chavales mirarán sus bufandas blanquiazules cuando termine el Barça-Madrid y preguntarán: ¿ganó el Dépor?