Era un viernes por la tarde, la jornada escolar había terminado para Manu y, como cada semana, de premio por su buen comportamiento acudía al quiosco más cercano. Era una rutina habitual que había ido adquiriendo con su abuelo. En medio de esas promesas secretas entre abuelos y nietos, el suyo le había prometido que, si se portaba bien en el cole, cada viernes, al salir de clase, irían a comprar alguna cosita. Tantas como semanas tuviese el curso. El abuelo no entendía de límites, él estaba para malcriarlo.
El hobbie favorito de Manu eran los videojuegos. Nada le gustaba más. Así que de algún modo, el hecho de obsequiarlo con otras formas de entretenimiento también servía para aislarlo de la pantalla. Cualquier plan alternativo, cualquier juego de mesa o cualquier juego en la calle parecía buena idea para que desconectase de la vídeoconsola. Él era un niño moderno. Con los deportes en equipo le costaba más, no se llevaba tan bien. Al principio se decantó por la natación, empujado por sus compañeros de clase. Con el fútbol, el proceso fue más lento. Como si de una partida del Súper Mario Galaxy se tratase, comenzó a desbloquear niveles silenciosamente. Casi sin inmutarse. Y siempre como espectador, siempre al otro lado de la valla.
Dentro de las actividades extraescolares del cole había fútbol sala, pero no le llamaba, cuando le insistían en casa, él decía que no quería apuntarse, que le aburría aquel deporte. Su máxima aproximación, y prácticamente la única, eran los campamentos multideporte de verano. Duraban un mes. Y ahí no decía que no. Ahí, aunque en ratos breves, se divertía con todo.
El primer nivel de su “carrera futbolística” fue el más difícil, fue el que más trabajo le costó desbloquear. Sin relación previa con el balón, campus veraniegos aparte, cuando en septiembre, a principios de curso, empezaron a repartir los equipos, el niño más mandón de clase le riñió por pedir al Dépor. “Ese equipo siempre pierde”, le chilló. Tranquilo y obediente, Manu no reparó demasiado en aquella respuesta, pensó que su amigo tenía razón, y no le dio mayor importancia. Aunque desde ese día decidió guardarse sus preferencias en secreto, las ocultó. Públicamente se quedó sin equipo. Hasta que llegó abril. El mes cero, el día D. Su fijación por el Deportivo empezó realmente ahí. Todo lo anterior, todos sus guiños al club eran por pura imitación, por oídas. A partir de esa fecha ya no. Y eso se explica con su debut. Se explica con la primera victoria del equipo herculino en 2018. Un Deportivo 3, Málaga 2. Talismán o no, Manu acudió ese día por vez primera a Riazor. E inició su idilio, fue su segundo nivel desbloqueado en la partida.
El tercero llegó con los cromos. Y fue algo casual. O causal, según se mire. Volviendo a la rutina que tenía con el abuelo, el crío habitualmente coleccionaba muñecos. Como suele suceder en esas edades, coleccionaba lo que veía en el quiosco de su calle, en los anuncios de la tele o en el patio del cole. Una vez eran los Super Sync, otra las pegatinas de frutas… Cuando terminaba la colección o se aburría de ella, cambiaba. Pasaba a la siguiente. Hasta que un día, falto de más referentes, vio unos sobres brillantes. Y le entraron por los ojos. No tenía ni idea de lo que había dentro, pero por los colores, tenía que ser algo muy chulo. Y así fue. Descubrió los cromos. Los cromos de fútbol. Y, contra todo pronóstico, se enganchó a ellos. Con el álbum físico como soporte, inició su colección.
Lo hizo tras una explicación previa, lo hizo tras preguntar en casa quiénes eran aquellos futbolistas y a qué equipo pertenecían. Absorbente, como una esponja, de lecciones, pronto supo distinguir entre los cromos del Dépor y los demás. Pronto entendió que la diferencia estaba en el color y el diseño de la camiseta. Pronto quiso iniciar su revolución.
A mí, la escena me pilló de rebote. Sin contexto previo, el pequeño me chivó la película a medias. Fue todo muy espontáneo. Y él no lo hizo a propósito. Iba a seguir ese proceso aunque yo no estuviese allí. Se aproximó a una encimera, agarró varios sobres, cogió el primero de todos, lo abrió, analizó su contenido, se quedó con el último cromo, lo miró de reojo y maldijo en voz alta: “Ya está bien, hombre, ya está bien. Otro sobre sin cromos del Dépor”. Y soltó una carcajada. Entre irónica y resentida. Entre dramática y desesperada.
Yo no conocía nada de lo que le había pasado antes. Así que consulté mis fuentes y me informé sobre el asunto. El simple hecho de ver a un niño de su edad. El simple hecho de ver a un niño de cinco años feliz y entusiasmado coleccionando cromos, me llenó de ilusión. Y me hizo recordar mi infancia. Casi inconscientemente, aquella instantánea me teletransportó a épocas pasadas, al dos mil cuatro, al dos mil cinco… Lo normal. Lo habitual para aquella época. Lo raro es ver eso ahora. Lo atípico es ver a un niño en 2018 con cromos.
Pero aquella anécdota, aquel tercer nivel desbloqueado de la partida no fue su última aventura, la más graciosa llegó en mayo. En el quiosco de su calle le habían explicado que los cromos de la liga ya quedaban anticuados, ya iban a parar de venderse, ahora los modernos eran los del Mundial. Papel mojado. Ruidos. Murmullos vacíos de significado. Para él aquellas siete palabras sonaban a chino. ¿Mundial? ¿Un niño de cinco años? Ingenuo, veló por sus intereses y preguntó si en esos cromos también salía el Deportivo. “No, el Dépor ya no va a salir en los cromos. Aparte ha perdido muchos partidos y ya no va a volver a aparecer”. Más o menos así le debieron explicar a Manu el descenso del Deportivo. Al menos así es como lo cuenta él.
Era demasiado pequeño para asimilar tanta cantidad de información. Era demasiado pequeño para entenderlo. Cada domingo en casa de sus abuelos, cuando le preguntaban por el tema, respondía lo mismo, respondía lo que a él le habían contado: “el Dépor perdió tantos partidos que lo sacaron de los cromos”. Siempre entre risas. Le hacía gracia el equipo perdedor.
Era curioso. No le gustaba el fútbol. Y, poco a poco, con la inocencia de un crío, se estaba haciendo fan de un equipo que no sabía ganar. O al menos no sabía ganar lo suficiente para salir en sus cromos. Le daba igual. Manu prefería imaginarse cómo serían las cartas del Dépor antes que coleccionar las de los demás. Prefería esperar a que el Dépor ganase los partidos suficientes para volver a aparecer en su álbum. Casi sin darse cuenta, se estaba haciendo de los de azul y blanco. Y ya no quería saber nada más de otros colores. Era deportivista. Ya no había vuelta atrás.
*Aunque Manu es un nombre ficticio, la historia que aquí se narra es real.