Si no es el Dépor, ¿quién? Si no es Riazor, ¿dónde? Si no es así, ¿cómo?
Lo decidí justo al salir de aquel examen. Hablo de octubre de 2011. Tenía el fin de semana libre por delante y mis compañeros ya estaban planeando la borrachera en la que ahogar todos los inútiles conocimientos adquiridos. Pero yo había roto con mi novia hace poco, nos habíamos hecho bastante daño, y no me seducía la idea de vernos a las tantas de la mañana con unas copas de más. Porque ésta no es una ciudad pequeña, pero tampoco es lo suficientemente grande para esquivar a Murphy: cuando no quieres encontrarte a alguien, siempre te lo encuentras. Así que me vino la idea a la cabeza y la ejecuté sobre la marcha. No había salido de la facultad cuando llamé a Víctor Losada. “Oye, ¿te puedes acercar a Riazor y me pillas una entrada?”.
A mis compañeros les hizo gracia. “Dépor-Nástic, vaya planazo, pues yo voy a ir a ver el Alcorcón-Sabadell”. Yo esbocé la típica sonrisa tonta que te sale cuando quieres explicar algo pero ni lo intentas porque sabes que nadie hará el mismo esfuerzo por comprenderte. Porque es lo mágico que tiene todo esto. Que un gol en un momento oportuno en cualquier categoría de esas de las que no hablan ni los periódicos regionales puede significar mucho más para el que lo meta que para Balotelli un gol en las semifinales de una Eurocopa. Me sentí un poco gilipollas al descubrirme llorando cuando anoté el segundo, y último gol –y eso que era extremo ofensivo, pero de esos que juegan tan pegados a la línea, que suelen estar al otro lado de la misma–, en mi humilde trayectoria por el fútbol de barro asturiano, que había ayudado a salvar al equipo del descenso a la categoría más baja de todas. Era absurdo, sí, pero bah. Al final el fútbol es relativo para todo el mundo excepto para Messi y para un compañero mío de aquel equipo que aún jugaba menos que yo. En fin, que me decidí a hacer el viaje tan solo para ver al Dépor. Porque…
Si no eres tú, ¿quién?
Empatamos a dos. Era esa época en la que me tiraba de vez en cuando bastante tiempo hablando por teléfono con Dani Méndez tratando de preguntarnos qué coño hacía un tío tan desequilibrante como Salomão a coste cero y en el Dépor. Nos parecía un escándalo, como tantas veces dice él. Así que cuando metió el primero, le mandé un whatsapp. “Éste está el año que viene rompiéndolo en la Premier, y ten cuidado no venga un grande a por él”. Soy todo un profeta, ya me véis. Después llegó Powell y nos jodió. Remontó el partido, y todo apuntaba a una derrota. Pero, en el último momento, llegó ese gol in extremis por el que tanto había rezado (sí, todos somos ateos hasta que el avión empieza a caer) la última vez que había ido a un partido en Riazor: el del descenso. Pero ante el Nástic sí que hubo aparición, y la Virgen del Segundo Palo, siempre disfrazada de Colotto, le cedió el balón a Aythami para que empatase.
Fue quizá el partido más complicado del año para la hinchada. El comienzo de temporada distaba mucho de lo que habíamos soñado. Tras ese día, cuatro victorias en nueve partidos nos metían en la zona media de la tabla. Me volví a Gijón con el amargo sabor del empate, con la desagradable sensación de empezar a dudar. Pero fue una experiencia muy emocionante. Riazor estaba a rebosar, y la afición no cesó en sus cánticos. Siempre en primera fila cuando toca recibir, nunca se escondió en la derrota. Creo que cuando esté a punto de cruzar el túnel, una de esas imágenes que me vendrán a la cabeza será Riazor de pié y aplaudiendo cuando se consumó el descenso. Y siempre detrás, empujando, cuando lo que toca es dar. Lo he pensado muchas veces y creo que no sabemos hacer las cosas de otra forma. Porque…
Si no es así, ¿cómo?
No he vuelto a Riazor desde ese día. Aunque les prometí a Álvaro Santaeufemia y Jorge García, cuando les vi en zona de prensa tras el partido ante el Valencia, que volvería el año que viene para el partido del ascenso. Pero al final, no volví. Decidí no ir porque la semana siguiente tenía los últimos exámenes del máster, aunque me arrepentí profundamente cuando les llamé en la media hora previa del partido, justo cuando estaban abriendo la retransmisión del partido. En casa no se vive igual, por mucho que todo el vecindario se hubiese enterado también del gol de Xisco.
Entre unas cosas y otras, tampoco he vuelto a Riazor desde entonces. Tampoco me voy a entretener contándoos mi vida, que seguro que os importa una mierda, pero el caso es que no he vuelto. No os voy a contar que ha sido una especie de montaña rusa entre el cielo y el infierno, porque quizá exageraría un poquito. O no, no lo sé. En fin, que he sentido que tal vez he descuidado al Deportivo y eso me hace sentir un poco mal. Es como si, ahora que ya siento que ha vuelto al lugar donde debería estar, ya puedo dejar de cantar el “el día yo que me muera, yo quiero mi cajón pintado de azul y blanco, como mi corazón”. No, no quiero. Yo quiero ser como Felipe Matilla, el único hombre que conozco, como dice Pedro Díaz, que no cuenta su vida en años sino en temporadas. Porque él no nació en verano de 1982, nació al final de la temporada 1981-1982, cuando Rodríguez Vaz entrenaba al Dépor.
Así que he decidido volver a Riazor. No sé si para salir de esa montaña rusa o para volver a meterme en ella. Porque…
Si no es en Riazor, ¿dónde?
Y he decidido volver este fin de semana. Presento el Proyecto Fin de Máster a finales de mes y no voy muy sobrado de tiempo, pero necesito volver. Quizá el Dépor también lo necesita. Y es que…
Si no es ahora, ¿cuándo?