Despedí 2019 en Palma de Mallorca. A escasos cuatro kilómetros del Estadi de Son Moix. Y pensé que aquello no podía ser casualidad. Sentí que alguien más había arrancado el 2020 de aquella forma: pensando en aquel sitio, incluyéndolo en su balance anual. Y me acordé del Dépor. Hasta hace no demasiadas semanas, él también seguía allí, en Camí dels Reis. Prácticamente, a decir verdad, hasta que Peru Nolaskoain abrazó al recogepelotas y le explicó que sí, que ya estaba bien de tantas decepciones, que de despedir colistas el año, mejor hacerlo con un último mini sorbo de optimismo, de ¿y si…?
Cuando a uno le ocurre un suceso de cierta magnitud, algo que le marca, piensa en el lugar de los hechos una y otra vez. Analiza cómo pudo ocurrir, cómo se podría haber evitado. En función de la personalidad, de la fortaleza mental y de muchos otros factores, hay quien pasa página, quien olvida la decepción y se centra en el siguiente reto. Sin embargo, por H, por B, por la configuración de la plantilla, por la ocasión de Pablo Marí, por una serie de resultados negativos seguidos… Hay quien es incapaz, quien entra en bucle y de ahí no sale.
En los últimos años, el Dépor no ha sabido salir de sus propios bucles, no ha sabido dar tres pasos hacia delante de manera continuada, sin tropezar, sin angustia. Para llegar al play-off tuvo que obrar un milagro, alinear astros, mirar de reojo a Extremadura. Que sí, que es igual de válido, no obstante, el resultado a veces -y solo a veces- explica muchas cosas. Entre ellas, por ser benévolos, que la liga de Segunda es difícil, que con el tope salarial no basta, que en noviembre no asciende nadie. Y, sobre todo, que hay que acertar con las piezas… Tópicos que cobran sentido cuando la pelota no entra.
En la previa del Deportivo – Mallorca de play-off, alguien dijo una frase en los aledaños de Riazor que recordaré para siempre: «El que pierda esta eliminatoria recibirá un golpe brutal que le va a condicionar su próxima temporada». El emisor era un inconsciente cuando pronunció aquellas palabras. Afirmó lo evidente, supongo que esperando una derrota del Mallorca, un equipo recién ascendido de Segunda B, sin continuidad en la categoría de plata… Lo que quizá no contempló, o sí, fue si caía el Dépor, si era el equipo coruñés el que se quedaba un año más en Segunda. Porque, ¿cómo iba a luchar al curso siguiente por no descender? Era impensable. Si venía de Primera, si en los dos últimos descensos había regresado a Primera ya al curso siguiente.
Pero el fútbol no entiende de lógica, y al final pasó. Pasó lo que podía pasar, en 2019 salió cruz. Y la frase de aquel chico cobró más sentido que nunca. El «puede que no volvamos a vernos en una igual» de Vicente Moreno en la previa del partido cambió de bando; en los últimos tiempos pasó a sentirlo como propio algún que otro deportivista. Alguno que ahora quiere creer que ya no, que algo de vida aún queda, que el enfermo late y su doctor sabe cómo calmar a la familia. Al menos emocionalmente.
Seguro que hay mejores entrenadores en el mercado. Sin embargo, en este momento, quizá no haya ninguno capaz de enganchar y exprimir tan bien a una afición tocada como Fernando. Bastó una sonrisa suya hacia la grada en su primer entrenamiento para entender que el Dépor no firmaba a un técnico cualquiera, firmaba a una extensión de su grada. Medio centenar de aficionados acudiendo a una sesión de entrenamiento 10 días después de que Riazor registrase su peor entrada en mucho tiempo (8.000 espectadores), niños que no levantaban un palmo del suelo gritando que corriese la banda…
Es fútbol, con todo lo que ello conlleva, que no es poco ni debe pasar desapercibido, pero en lo anímico, el deportivismo necesitaba a un agitador. A un señor que lamiese sus heridas y dijera que «es posible aunque parezca que no». Porque si vas a bajar al infierno, qué mejor que hacerlo con uno de los tuyos. De las razones o errores que te han traído hasta aquí ya hablaremos otro día. Es momento de remar. Todos a una. Benvido, Fernando.