Nueva entrega de ‘Alta Definición’, centrada en las dudas que ha generado el estilo de juego del Deportivo desde el inicio de temporada. «Quizás debe el Dépor dar un paso al frente luego de que se haya hecho un claro en la tempestad».
De cuando en vez se rebela el deportivismo. Muy de cuando en vez. Tanto, que en los últimos 25 años solo hubo una pitada al palco en Riazor cuando en el resto de la LFP las cuentan por cientos y en las tiendas se acaban los pañuelos blancos, si bien es cierto que Coruña conoce mejor los pesos en la balanza del éxito y el fracaso; aún con todo, ni por única y sonora fue aquélla unánime. El deportivismo común, de natural paciente y callado, incluso permisivo, con gusto por el buen fútbol –aun viéndolo más y más lejano según pasan los años y los jugadores-, no se sobresalta con poco. Espera y espera, concede oportunidades, se ilusiona fácil y hasta se anima con el más leve de los cambios. Sin embargo, cuando algo le disgusta, trata de hacerse notar, envía señales.
Más que rebelarse, revela sensaciones. No olviden que son las minorías quienes más ruido hacen. También en blanquiazul el grueso es más cauteloso. Todo empieza con un runrún; no muy alto al principio, por si alguien escucha. No muy alto, para no confabular con el de al lado. Un comentario aquí, otro allá. Bramar un poco en la soledad de una retransmisión, tres gritos si la ocasión otorga coartada, cuatro ajustes tácticos a viva voz en medio de un pitillo tras otro y brazos cruzados frunciendo el ceño. Tiene que pasar media liga y siete bochornos para que los ruidos dejen de ser ininteligibles, para que los pensamientos comiencen a juntarse en los bares y formar corrillos. Tímidos. Callados. Gallegos.
El deportivismo, que se enorgullece tanto de haber representado la lucha del modesto como de vivir años entre el fango de Tercera, la derrota y vallas verdes, que recuerda casi con más cariño un penalti fallado que una liga ganada, es sufridor. De camino entre la inocencia y la grandeza, aprendió a ganar y, sobre todo, aprendió a perder. A saber su lugar, a rememorar viejas batallas para superar las nuevas, otorgando misma entidad a distintos propósitos. Transigente, el deportivismo ha visto un torrente de mierda –cómplice o ajena, según quien hable- pasar a su lado durante muchos meses. Volvió también la Segunda, todo miseria, problemas y a pensar en mantenerse, proyecto de cantera y a ver. A ver y buena cara. Entretanto, llegó el invierno, el frío y los temporales, y un Dépor precario convertido en sustancia imprevisiblemente sólida sumaba puntos en una categoría destruida, colándose por las rendijas, acechando detrás de cada puerta.
La semana dura cuatro putos años y veinte kilos de papeles, estás cansado y el mal tiempo conduce en melancolía tu ya moldeado carácter atlántico, pero eres feliz al lado del televisor viendo con los niños como cualquier puntito hacia el inesperado objetivo de volver es suficiente para mejorar una tarde de por sí triste y gris. Una época de por sí triste y gris. Jugamos poco, ganamos de vez en cuando, somos felices. Como si el invierno, el frío y los temporales, de sofá, manta, pantalla y lluvia tras la ventana, permitieran ciertas licencias pragmáticas, juego feo y puntos de quince en quince días, Riazor vivía acolchado entre nubes de algodón, entre sueños traídos por la oscuridad. Gris con gris, escasa ofensiva, control y poco fútbol, aburrimiento efectivo. ¡Fuego! ¡Ascenso!
Ahora, trece jornadas más cerca, parece que todo lo cambia el sol. Todo cambia con el sol. El sol quita ropas, nos da gafas oscuras para escondernos y regala sonrisas; de repente, entre el cemento, emerge la luz y todas las calles llevan al parque de la piruleta en una ciudad de golosina. Alegría, felicidad. Ya es primavera en El Corte Inglés. El puto anuncio de Estrella Damm 24/7 rubias y gitarras. Es entonces cuando la gente vuelve al fútbol y éste escasea, y todo sigue siendo gris, nubes y sufrimiento. Patadas, controles de patinador, inoperancia extrema. Viento, lluvia, temporal. Vuelve la gente al fútbol y se asquea, se cansa, se queja en silencio primero para protestar cada vez más alto luego. Quiere la gente que todo brille como cuando hace una pausa a media mañana para el café y las chicas guapas pasan pizpiretas; que todo brille como la mañana del sábado y su playa inmensa jugando entre tu mar y el horizonte; como luz entre cristales, gotas de cerveza, aquellos ojos verdes. Quiere la gente sol, droga adictiva de las peores, ladrón de almas tristes.
Empiezan a formarse corrillos en los bares –o en Twitter, la nueva plaza del pueblo-, los rechazos afloran y los ídolos comienzan a recibir balazos. Como si el sol les hubiera abierto los ojos, como si el sol les pidiera otra cosa. Como si reclamaran que no van a dejar de ir a la playa o a pasear con los niños por el parque -o lo que demonios le guste hacer a la gente cuando hace sol- para ver trivotes y pelotazos, rocas y efectividad ocasional (es lo que tiene la efectividad en equipos del montón: a veces se da, a veces no). Como si la bandera del pragmatismo y la tabla no valieran ya. Quiere la gente alegría y yo deseando que llueva.
Quien sabe si Riazor, consciente de un escenario cercano de batalla y sufrimiento, pide un alivio momentáneo en forma de juego, alegría en los corazones. Como este sol de marzo. “Oiga, que para cuando el convenio, y los impagos, y la desaparición pululando y toda esa mierda vuelva a arreciar, quiero haber disfrutado del sol”. Y sí. Cuando estás mojado, ya te vale nada más que con poner los pies en caliente. Cuando todo es gris, cualquier rayito blanquiazul hace el día. Pero donde hay júbilo hay queja. Nunca estás contento con nada, neniño.
En el fútbol, es difícil no dejar marcas, miguitas de pan según pasan los partidos. Cruces rojas según la relación se deteriora, malos gestos que quedan apuntados, charlas de gin tonic con más verdades que miles de líneas de tinta. No se puede decir que el deportivismo no esté dejando señales. Porque el deportivismo está hasta las narices, aunque tal vez no lo sepa. Hasta las narices de sufrir y ver 108 años tambaleándose sobre el precipicio. Porque lleva un par de años agarrándose al césped y a unos tipos que arropó hasta cuando empujaron a toda la ciudad al abismo de la Segunda, desgarrándose por el dorado del escudo cuanto más fuerte se aprieta. Porque ve ahora el objetivo del retorno tan cercano que está lejísimos. Cuestión de expectativas. Como el final de True Detective o el último de los Black Keys.
La mayoría firmaría un ascenso rácano, con goles de córner en el 90’, cero a uno, uno a cero y semana feliz. Ocurre que nadie puede garantizar eso. Ocurre que la afición deportivista tiene gusto por el buen fútbol y años a sus espaldas; que ve, en esta Segunda castigada y llena de harapos, pobre y poco talentosa, un equipo que debería imponerse por aplastamiento si no a todos, sí a la mayoría. Ocurre que el deportivismo tiene miedo del futuro y ha salido el sol, que ya no todo es gris y cemento, que quiere poner luz donde la oscuridad. Quizás se perdió la perspectiva de tanto usarla, quizás debe el Dépor dar un paso al frente luego de que se haya hecho un claro entre la tempestad.
Le quedan dos opciones a Vázquez: bailar la danza de la lluvia o destaparse para disfrutar el sol. O no. Puestos a crear ídolos, vayamos con ellos hasta el final. Hasta las trece finales. Si el sol está allí, a lo lejos, en la 42.