Es difícil explicar con palabras la sensación que dejó la derrota en el Calderón. Los adjetivos y las calificaciones más negativas se adueñan de una hinchada desconcertada ante la imagen tan floja de su equipo.
Para mi jugar al fútbol es un hobby que practico con asiduidad. No vivo de ello, pero cuando caigo humillado el cabreo me dura algunos días. El domingo mi mente reflexionaba a la misma velocidad a la que Falcao desnudaba las carencias de este equipo. Esas reflexiones me trasladaban a la cabeza de los jugadores y a pensar cómo encajarían ellos la humillación del Calderón. ¿Estarán los jugadores tan fastidiados como yo lo estoy cuando pierdo alguna de esas pachangas? Esa pregunta ronda mi cabeza dos días después sin tener una respuesta certera.
Para muchos es inadmisible caer de esa manera sobre un terreno de juego. Las sensaciones no pueden ser más negativas y el equipo necesita reaccionar de inmediato. Solo la mediocridad de la liga actual permite al Dépor albergar esperanzas de salvación. Los optimistas miran la clasificación y piensan que estamos a dos puntos del cuarto por la cola, mientras que los pesimistas creen que jugando de la manera en la que lo está haciendo el equipo el descenso es una realidad cada vez más cercana.
Pero en esta vida siempre hay un término medio. Todo el que haya visto los partidos del Dépor coincidirá en la cantidad de carencias que posee esta plantilla. Pero los números invitan a agarrarse a las matemáticas para seguir creyendo en la permanencia.
El partido ante el Valladolid se presenta como una final, término que parece incompatible con la época del año en la que estamos y que todavía no se haya alcanzado el tercio de competición. La afición responderá por enésima vez ante unos jugadores que están obligados a ganar. No hay excusa posible, y sí una necesidad imperiosa de reencontrarse con la victoria. Ojalá la palabra vergüenza no planee nunca más por Riazor ni por u nos aficionados que siguen estando muy por encima del nivel de los jugadores.