La euforia deportivista no se limitó solo a la ciudad gallega, y Madrid también se vistió de blanquiazul para celebrar el ascenso bañándose en la fuente de San Bernardo.
Cuando mi camiseta del Deportivo se asomó por la sede de la Peña Centenariazo en Madrid, comprendí que la incoherencia del fútbol puede más que cualquier estudio sociológico. Me topé con un grupo de perfectos desconocidos hermanados para cantar, animar y ovacionar a unos jugadores que nunca tendrán constancia de ello. Las múltiples pantallas del bar Bergantiños (Alberto Aguilera, 46) reflejaban lo que estaba sucediendo a 598 kilómetros de distancia, donde todos hubiésemos soñado estar, pero donde ninguno estuvo. Y ellos nunca lo sabrán…
Tampoco sabrán que la primera que cayó fue la de “el día que me muera, yo quiero mi cajón…”. La primera de tantas, porque los coruñeses exiliados en la capital patria se dejaron la voz al compás de los botellines de cerveza. Y cuando el ex céltico Núñez rescató las peores pesadillas con su gol, los cánticos esporádicos pasaron a ser cada vez más y más constantes. “Recorremos kilómetros, superamos obstáculos…”. Y ellos nunca lo sabrán…
Apareció Xisco para revalidar su título de héroe en el minuto 70 y la escalofriante densidad por metro cuadrado no impidió a los allí presentes bailar para “no ser un celtarra”. Entonces llegó el ansiado pitido final y, con él, una euforia blanquiazul que invadió la calle. La calle y la carretera, porque el ambiente era una réplica a pequeña escala de lo que se podría estar viviendo en la coruñesa Manuel Murguía, por ejemplo. Lógicamente, eso ellos nunca lo sabrán…
De repente aparecieron tres gaitas milagrosas para hacernos sentir todavía más en casa. “A saia da Carolina” entretuvo durante un buen rato a más de un centenar de personas, que al poco tiempo acordaron desplazarse en masa con la idílica intención de llegar a la fuente más próxima. Se da la casualidad de que en Madrid también existe una zona llamada Cuatro Caminos, solo que sin fuente y sin encanto, con lo que el destino elegido fue San Bernardo. Y ellos nunca lo sabrán…
A eso de las 11 de la noche, la parroquia deportivista sorteó los coches que atravesaban los tres carriles de la glorieta para pegarse un chapuzón capitalino. Muchos lo hicieron, otros, más prudentes, optaron por continuar entonando en secano los himnos de una hinchada que ya es famosa en toda España por no conocer la palabra “rendición”. La policía municipal no tardó en hacer acto de presencia, pero lejos de disuadir a los groupies herculinos, estos decidieron emigrar a la siguiente fuente más cercana. Y ellos nunca lo sabrán…
Próxima estación: Bilbao
La estación de Metro de Bilbao fue la siguiente parada. Los balcones señoriales de la zona escucharon hasta en tres, cuatro y cinco ocasiones el ya célebre “y ya verás…”. Las gaitas tampoco abandonaron y el recopilatorio musical amplió fronteras para dar pie a melodías atemporales como el “pousa, pousa, pousa” o el “fuches ti, fuches ti”. En ese preciso instante decidí poner punto y final a mi travesía deportivista para volver a mi casa con inmejorable sabor de boca, pero la cosa no quedó ahí.
Al bajarme del metro en la parada de Tirso de Molina, de repente escuché un inconfudible “Roy Makaay, te quiero”, que procedía de cinco paisanos que estaban en el andén de enfrente desbordados por la emoción. Uno de ellos, al verme ataviado de radiante blanquiazul, no lo dudó y cruzó las vías del tren para darme un efusivo abrazo. Los futbolistas del Deportivo nunca lo sabrán, pero por un día -otro más- Madrid también fue muy, pero que muy coruñesa.