Hay ciertas conversaciones que, cada cierto tiempo, reaparecen. En el ascensor suelen darse con ese vecino al que menos aprecias, y en ese incómodo tramo que lleva del décimo piso a la planta baja tienden a versar sobre un único aspecto: la meteorología. Da igual si es invierno o verano. La lluvia siempre está a la vuelta de la esquina, el paraguas es imprescindible y las previsiones de los informativos son erróneas. Esa desaprobación pasa a convertirse en la única manera de ponerse de acuerdo momentáneamente pese al recelo mutuo y, a la semana siguiente, si el sol hizo huelga, la reedición del descenso hacia el portal se acaba con un «yo ya lo dije«.
Algo parecido ocurre cuando tu equipo de fútbol se hunde en el barro o emerge de él. Las diferencias entre hincar la rodilla y saborear la victoria se zanjan con una breve discusión expuesta en una pizarra ficticia ante el televisor del salón o el taburete del bar. Todos gritan, ninguno gana y la cerveza se agota, pero cada cual se retira del debate con la sensación de haber bajado del púlpito con demasiado sudor y más partidos en Primera que nadie. Y tanto si el resultado del partido derivó en cara o cruz, la idea es agarrarse a algo o a alguien como referente, solución o bandera blanca.
De un tiempo a esta parte, ese boleto ganador es Lucas Pérez. Su llegada a A Coruña dio paso a una interesante tendencia local: la apropiación por distritos del nuevo ídolo del club. Algunos decían haberle visto jugar en los patios de Matogrande. Otros, en las calles de A Gaiteira durante su infancia. Desde Monte Alto, la rumorología le situaba periódicamente con la pelota en el parque de Marte. Por último, el Barrio de Las Flores celebraba con orgullo la vuelta de su hijo pródigo. Y todos los coloquios sobre la irrupción del ‘7’ en el conjunto de su ciudad bajaban el telón con un «cuando él era un crío, yo ya lo dije«.
Al estilo de los mejores boxeadores en los años 30, Lucas se encuentra cómodo en el ring. En el hectómetro, cada contraataque del Deportivo es un derechazo y Riazor, su Madison Square Garden. Y tras el dulce intercambio de golpes, un guiño al público, una ovación cerrada y la ausencia de tiempo para estrechar tantas manos. «Ya os lo advertí«, dirán muchos. Se les tildará de pretenciosos. Y a quién le importa, si su testimonio va acompañado de Frank Sinatra como música de fondo junto al alboroto postpartido.