El 22 de mayo se convirtió instantáneamente en una fecha grabada a fuego en el sentir de la parroquia blanquiazul. Para los medios nacionales tan solo fue la fecha en la que descendió ese humilde equipo que otrora osó destronar el duopolio imperante en la competición doméstica española. Para los incondicionales herculinos supuso el inevitable fin de ciclo del periodo más grande vivido por el club desde su nacimiento allá por 1906.
La despedida sonaba todavía más amarga si se recordaba la infinita deuda que acumula el Dépor, consecuencia de la dudosa gestión económica durante la época de vacas gordas. El señor Augusto César Lendoiro, tan criticado por unos, como idolatrado por otros, fue previsor ante este panorama y se movió como pez en el agua para convencer a diestro y siniestro de firmar el acuerdo del ya famoso seguro de descenso. Consciente de que el resto de los 18 equipos terrenales eran también sabedores del dicho de “un mal año lo tiene cualquiera”, logró embolsarse una mochila de millones que le permitieron mantener prácticamente el mismo presupuesto en la Liga Adelante que en la máxima categoría.
Con los euros salvaguardados a corto plazo, el otro gran objetivo pasaba por rejuvenecer en espíritu tal y como le sucedió al Atlético de Madrid hace unos años. Lógicamente, esa tarea se le escapaba de las manos al mandatario de Corcubión, pero la hinchada capitaneada por el movimiento Riazor Blues se echó a la espalda la gesta y día de hoy estamos hablando de prácticamente la cifra redonda de 25 mil abonados, muchos de los cuales ni siquiera habían sido concebidos la última vez que el Dépor vagaba por la Segunda División.
Sí, nos despedimos de la emoción de saberse en inferioridad de condiciones ante Madrid o Barcelona, nos despedimos de aparecer cada domingo en los telediarios e incluso nos despedimos de buena parte del pastel televisivo. Pero como reza el título, las despedidas en A Coruña no son duraderas y todo mal trago tiene fecha de caducidad. Palabra de Juan Carlos Valerón.
Óscar Bouzas.