Son en ocasiones extrañas las alianzas. Sobre todo, las de pura necesidad. Y es que uno, al fin y al cabo, se alía con quien puede y no siempre con quien quiere. Hace poco, un tipo –un tipo que bebe siempre como en una boda, y eso es mucho más de lo que se puede decir de la mayoría de tipos- me contaba tras un derbi de mierda en esa franqueza que regala el cristal con hielo cómo una vez le robaron en Santa Margarita mientras fornicaba, salvajemente o no, eso yo no lo sé, con su pareja –o similar- de aquel entonces. Lo curioso del asunto, lo espeluznante y turbador del ya por sí sucio asunto, es que fue un mirón de esos que en aquel parque abundan al caer la noche, uno que con absoluta dedicación y esmero los llevaba observando desde el primer beso mordido, quien los avisó de tal delictivo y sagaz incidente. Bastante tenían ellos, en el fragor de la batalla, con evitar manos ajenas buscando carne entre la niebla o escorzos de 062. Quién no ha descubierto a un mirón en Santa Margarita, de todas formas. El tipo, el mirón, en la bondad que su cara de siempre-saludaba prometía, se ofreció a llevarlos a poner la denuncia. Sí, el mirón. Se dejaron los dos, claro, aún calientes y aturdidos. Se dejaron los dos, incautos y desesperados, y se metieron en el coche de un fulano que diez minutos atrás se regocijaba escondido en su placer adolescente.
El mirón, protector, juguetón entre el vicio furtivo y el paternalismo, quién sabe si en un intento de redimirse o con la esperanza de que la pareja continuase el espectáculo bajo su techo metalizado, los llevaría a la comisaría a formular denuncia de lo allí acaecido. Los tres en el coche, aliados, esperpénticos. Y es que son en ocasiones extrañas las alianzas. Sobre todo, las de pura necesidad. No recuerdo cómo acabó la historia, tal vez el mirón se presentó como testigo o acabaron los tres en el Motel Venus, o tal vez nada llegó a suceder realmente, pero me trae a Víctor Fernández a la cabeza. La alianza, la historia, no el mirón en sí. El deportivismo, que lo desechó y lo maltrató, que parecía seguir haciendo el amor con Vázquez despreciando a un Fernández que aguardaba trajeado tras los arbustos, trata ahora de acogerse a la otrora repugnante figura del maño. Trata ahora de agarrarse a un entrenador ardiendo. Mejor: agarrarse a un entrenador clavado. Y que aún desde la cruz va moviendo sus manitas para colocar las piezas, para realizar ajustes aquí y allá, para ensamblar un equipo que a veces parece tocado por el Cholo y a veces por Queiroz. Un equipo que desconcierta.
Cierto deportivismo. Me incluyo. De cabeza. Tanto en las críticas como en la confianza –o similar-, tal vez forzada, tal vez ganada, de ahora. No me importaría que fuese Víctor Fernández quien me llevase a poner una denuncia o salvase a mi equipo. Alianzas. La vida son alianzas. Si uno se alía con su camello, cómo no se va a aliar con Víctor Fernández, si además es por pura necesidad, por pura salvación. La vida son alianzas, y sensaciones. Muchas veces, confundir sensaciones, no saber interpretarlas. Como cuando en pleno Atalanta-Udinese de un domingo deprimente y resacoso, resacoso y deprimente, el narrador se refiere al árbitro como “cobrador serial de mínimas infracciones”. Todo te dice que no, que salgas a la lluvia con una bolsa de papel y una botella de cualquier cosa, que te enamores de algo, con suerte de alguien, que te vayas de allí, que rías, que dances alegre, pero en ese preciso instante, en esa tarde de domingo cerrado, y sin saber muy bien por qué, lo único que agradeces es caer rendido ante la magnificencia de tal elocuente frase contendida dentro de un bochornoso cero a cero en Bérgamo. El Dépor, sin embargo, envía las sensaciones ya confundidas en sí mismas, ya resueltas en contradicciones.
Qué reacción adoptar ante un equipo que quiere que lo ames, y que lo odies, que te ilusiones y que rompas todo a patadas para ver si el resultado, apiadándose del mobiliario, cambia. Tanto nadar, tanto jugar bien, tanto creer porque hace el equipo que creas, para tanto desencanto porque el equipo insiste en que te desencantes. La obligación de pulular, de oscilar como un esquizofrénico, viene impuesta de antemano. Y acaba por llegar un día en el que uno está hasta los cojones de saber, pero especialmente de no saber, qué es ‘jugar bien’. De desconocer qué criterios, aún subjetivos, engloba la etiqueta de equipo que juega bien, y si debe o no alegrarse por ello. La única verdad absoluta en fútbol, finalmente, la única conclusión a la que se puede llegar, es que en benjamines si eres grande vas a ser portero o central y que jugar bien se reduce a ganar. Ganar siempre es jugar bien. Aunque sea por los detalles. En todos los deportes salvo en fútbol importa ganar, y nadie se fija en la posesión, ni en el caudal ofensivo, ni en si se defiende de una u otra forma. GANAR. Porque si aún por encima de que juegas bien, o lo parece, o lo que sea porque yo no sé, o no quiero saber, qué hostias es jugar bien, y tienes opciones y mil tiros y mil historias pero pierdes, pareces todavía más gilipollas. Como pasar tres horas haciendo una cena estupenda y maravillosa para acabar cenando solo. Como tener una cama de dos por dos para que se meta el perro y aún te joda el sitio. Si la tienes pequeña –la cama- o metes cualquier mierda en el microondas, todavía puedes mandar a la humanidad a tomar por culo convencido, entero, con la dignidad que produce el regocijo en una mediocridad buscada.
“El equipo ha dado la cara todo el año. A veces el juego es mejor o peor, pero ha tenido sus oportunidades de ganar cada partido y eso, de los de abajo, pocos lo pueden decir, por eso yo confío en el equipo”, dijo Luquitas ayer. Y cuando el Barrio de las Flores habla, el deportivismo asiente. Pero, de igual forma que a principio de temporada se le achacaba lo contrario a Víctor Fernández, es justo reconocerle el mérito actual una vez entrada la temporada. El problema es que agota dar la sensación de ganar, pero perder. Que los detalles o los astros o maríasantísima acaben por arrojar una nueva derrota, agota. Perder es bonito, pero no siempre.
Quizás mi amigo tenía más alternativas. Tal vez mejores. Tal vez más adecuadas. Seguramente mejores y más adecuadas. Pero fue la ‘alternativa mirón’ la que apareció en ese momento. El mirón se ofrecía a llevarlos, ¿por qué dar mil vueltas en busca de una solución que tal vez jamás llegase? ¿Por qué no confiar en un tipo que había estado cuidándolo como un ángel de la guarda a cinco metros de él? Estar en el momento justo, en el lugar adecuado. Aunque sea un mirón y tenga la mano entre los pantalones. O un entrenador de veinte años atrás que superó el verano de Mitroglou y pretende comenzar la primavera del amor. Una primavera que termine con el calvario deportivista de los últimos años, que termine con este aborrecimiento de la épica, las finales y la vuelta al fango.
Entró con mal pie, Fernández, y con casi total seguridad se irá de igual forma. Momento justo, lugar adecuado. A veces, todo es cuestión de timing. Mi amigo Gary, irlandés con acento gallego, nos apareció un día en el bar con las bolsas de la compra a “tomar una”. Su novia le esperaba en casan y él llevaba muchas cosas ricas en aquellas bolsas plásticas cuando se paró feliz en el bar. En aquel preciso instante, en aquella preciosidad de momento, la vida era maravillosa para Gary. Hasta que “una” se convirtió en dos, que se convirtieron en cuatro, y éstas en las doce y media de una noche de miércoles llena de cerveza y Mumford & Sons. Horas después de llegar, el tipo seguía ahí, casi en la misma posición, con la cabeza recta pero el cuerpo cada vez más reclinado en el sofá, agarrando la jarra de cerveza con una mano y las bolsas con la otra, resignado. En ese punto, ya todo el bar le preguntaba por la muchacha, su cometido y el reloj.
-Bien –dijo para preparar el inicio, bebiendo un trago largo, tranquilo, dejando por fin las bolsas en el suelo-, en este momento no puedo ir a casa –eso era algo que todos intuíamos-. Ahora mismo mi novia estará enfadada, muy enfadada. No puedo llegar borracho cuatro horas después de haber ido a la compra. Ahora estará muy enfadada –sentenció para, con un gesto, pedir otras dos-.
En algún momento de la noche tendría que ir a casa, suponíamos. Suponíamos que tan tranquilo, ya tan entregado, sin bolsas ni plan aparente, no podía estar. Suponíamos intrigados que verdaderamente tenía un plan que no nos quería contar y nosotros queríamos saber. Nunca sabe uno cuando se va a ver en un bar pasada medianoche con la compra de la semana en una mano y una copa en la otra.
-Después iré a casa, en unas rondas más, cuando esté preocupada. Ahora mismo estará enfadada. Seguro que está enfadada, muy enfadada. Pero a partir de las dos y media o tres de la mañana estará tan preocupada que tan solo con que llegue sano y salvo, aún borracho como un perro, será suficiente.
Hombres de grandes soluciones, los borrachos. Le cayó al día siguiente una bronca de esas por las que los vecinos empiezan a conocerte, que es un honor como otro cualquiera, pero mucha menos bronca, al fin y al cabo, que si hubiese llegado dos o tres horas antes. Hubiese sido aquella noche el fin de Gary de no haber llegado ocho horas tarde, sino solo cuatro. Cuestión de timing.
Gary se fue con otra y la novia le dejó -o quizás sucedió al revés- poco después, pero el timing de aquella noche rozó la perfección. Una lección que todavía recordamos, que todavía tenemos guardada, oculta bajo la manga esperando su momento. El deportivismo también quiere dejarse con Víctor Fernández, ya desde julio, pero igualmente necesita de ese timing perfecto. Necesita aliarse antes con él, por pura necesidad, como si tuviese que ir tras un ladrón de parejas entregadas al amor o quedarse en el bar a beber. Como si tuviese que salvarse. A cualquiera se le coge la mano en un barranco.