Los viernes son para follar. Para hacer el amor si la noche es lluviosa y no tiene luna. Para beber, para emborracharse. Para ir al cine. Para un concierto. Sí, joder, los viernes son para un concierto. Puede que incluso para jugar al fútbol. Recuerdo aquellas pachangas de fútbol sala a las que me llevaba mi padre con Donato, Denis y un pilón de tipos asombrosos que, con suerte, me dejaban jugar cinco minutos. Quizás fuesen los miércoles. O quizás no fuesen nunca, ni me dejasen jugar. Pero los viernes son también para jugar al fútbol. No para ver fútbol. No al menos para ver al Dépor. Mucho menos para ir a Vallecas. Al Vallecas de Paco Jémez.
Hay una historia que cuenta a menudo Paco. Una píldora que deja en cualquier entrevista, en cualquier medio, de ésas que resumen el fútbol, profesional o de colegio, que lo parten entre gregarios y estrellas. Toshack dirigía al Dépor y Paco, Jémez, era uno de sus centrales. En un entrenamiento cualquiera, entre franes y bebetos, con el tobillo medio destrozado y gestos de dolor, le estaba pegado rematadamente mal a todos y cada uno de los balones que le llegaban. “¿Qué te pasa?”, le preguntó con desaire el galés. “Pues que cuando le pego al balón me duele”, contestó él, creyendo ver la excusa perfecta, la prolongación de sus muecas en palabras, un salvoconducto al baño y masaje, que por aquel entonces no tenía baño, ni probablemente masaje. “Sí, ya, ya, Paco. A todos también nos duele cuando le pegas al balón”, zanjó irónico el míster.
Le sobran de ésas a Toshack. También a Paco. Rezamos mucho muchos, muchos días, para que alguien las haga explotar en un libro. Incluso solo chispear en un librito. Pero por mucho que pidas, al cielo le ponen las plagas y ahora estamos con la de biografías de estrellitas veinteañeras. El sábado pasado, entre vermouth y vermouth, me llovieron tres. Una casi me quita la borrachera. Si algo es difícil de perdonar es que le quiten a uno la borrachera que se ha conseguido labrar con esmero vaso tras vaso.
A Jémez, rey de las nenas con su melena impoluta, rompecorazones de tirabuzón, poco le debió importar aquello. O quizás, cansado de ser zaguero de estopa, guerrero a la busca de tibias incautas, lo recordó para vender su cabellera al Diablo a cambio de transponerse en Cruyff de cuando en vez y perder la cabeza con estrella. Dame a Cruyff y moveré el mundo. Quizás no. En fútbol, tener estrella se impone al talento, al conocimiento. Me viene a la memoria un fragmento de una entrevista a Terry Venables, seleccionador inglés en el 96. “Dejé a los chicos emborracharse antes de empezar la Eurocopa. A alguno se le fue la mano. ¿Si debería haberlo permitido? A nadie le importa lo que haga un entrenador mientras gane”. Caer de pie, en gracia, ser amado. Tener estrella. Ganar. Pero Paco, todavía lejos de un grande, busca también dejar huella, divertir, resonar, ser una pelota viajando bajo control entre paredes. Ganar sí, pero a mi manera.
¿Siempre lo tuvo? ¿Habitaba ya Paco entrenador en el cuerpo del mero greñudo central que aparentaba ser? Quizá un día, por fin decidido, agarró la maquinilla y se dejó sin pelo y sin central, gritándole al espejo el ’I wanna be adored’ de The Stone Roses dejando salir a la bestia. Al Paco entrenador.
I don’t have to sell my soul. He’s already in me.
I don’t need to sell my soul. He’s already in me
I wanna be adored
I wanna be adored
(No tengo que vender mi alma. No necesito vender mi alma. Él ya está en mí. Quiero ser adorado).
Dos mil quince y Paco Jémez, entrenador, es adorado. También odiado. De qué vale ser querido sin ser en igual proporción odiado. Quizá por no callarse nada. Algo que pudo aprender de Toshack. Ese escupir, con flema, lo que le cruza la cabeza. Como una tragaperras enlazando filas de sietes de colores, una tras otra. Zas-zas-zas. No había móviles cuando el galés entrenaba y Paco jugaba, y quizás por ello dejó no sé cuántos partidos en la grada a un tipo por mirar la pantallita un instante en el vestuario. Zas-zas-zas. Sietes de colores. Qué le importa a Paco. A los cojones de Paco. Si su equipo no juega como quiere, lo escupe aún peor. A veces se pone delante, pero otras desnuda a los jugadores frente la multitud y reparte piedras. “Llega un momento en el que el jugador te fuerza a ver quién la tiene más grande. Y ese soy yo. Tienen que aprender y saber que hay errores que no se pueden cometer. Deben volver a ganarse el respeto”, dijo tras uno de sus habituales cambios antes del descanso. Zas-zas-zas. Sietes de colores. No alude, por norma, a los manidos discursos: “competimos”; “no es nuestra liga”; “queda mucho por delante”; “el grupo se está conociendo y ahora es cuando veremos su verdadero potencial”; o “estamos trabajando bien”.
Sí lo hace Víctor Fernández, semana tras semana, desde agosto. Tanto, que tiene a la gente agotada desde la segunda rueda de prensa. Había un tipo en mi instituto al que le llamaban el Charly, apodo conseguido en la época en la que cualquier Carlos o Carlitos de mierda se convertía irremediablemente en el Charly. El Charly, este Charly en concreto, era pequeño y tirando a feo, como muchos otros Charly, poco espabilado y ni siquiera medio listo, pero su scooter hacía que algunas pobres almas desubicadas se dejasen engañar o le preguntasen por su pendiente. Lo contaba todo siempre, pero casi nunca contaba nada, aunque él entraba en efervescencia los lunes detallando las ‘movidas’ del fin de semana. Todo el instituto eran miles de orejas gigantes para el más hablador Charlie que jamás haya existido. Los grupitos, sin darnos cuenta, nos turnábamos para aguantarlo. Años más tarde llegamos a la conclusión de que el Charly era de esas cosas que simplemente tenían que ser así en todos los institutos, como los cigarros del baño y los suspensos en matemáticas. Algunos, incluso, cuentan que en realidad tenía ya 28 años y le pagaba el estado, como a otros miles de charlys repartidos en miles de colegios, para que el resto tomase el camino contrario viendo el percal. Un lunes el Charly, luego de dispararnos el ‘Buah, flipas’ con el que empezaba cada frase sobre nuestros medios de tortilla, empezó a contar cómo había ‘caído’ una en Carral. “Tal y cual, mazamos en la Party y después pa’ su kel todos calientes”. ¿Follaste, Charly?, preguntamos todos, emocionados y expectantes tanto por el hecho de follar como porque el sujeto penetrador pudiese llegar a ser Charly. A aquella tipa había que conocerla. Pero no. “Qué va neno, no quería la muy guarra. Mucho mazar, besos por el cuello y la hostia y luego nada. Pero me fui al baño y me la casqué allí. Competí, chorbo”.
Compitió, Charly. Alguno aún vive con el miedo a que Charly, competiendo, entre risas bobas, aparezca a correrse en su casa, en su baño, y le deje el recuerdo retumbando para siempre. También Víctor Fernández parece a veces tomar el pelo al deportivismo. “Este es como el tonto aquel del Charly, que competía siempre”, me dijeron al salir del estadio. Marca registrada, y esta sí maldita, el “competimos” de Víctor Fernandez en la catorce quince. Otras veces cae el “no es de nuestra liga”, que es lo que decía el Charly cuando le retábamos a que hablase con las guapas de clase. También lo decía con las no tan guapas. Incluso con las feas. Nadie sabía cómo cojones ligaba el puto Charly.
Sin embargo el domingo no le faltó razón a Fernández. El domingo hubo intensidad y merecimientos en el Dépor, en un partido que recordó al del Valencia por momentos. Pese a que comenzó nervioso Riazor y terminó desencantado por no haber dado un salto bestial, renació entre medias cierta comunión. Comunión porque la grada valora el esfuerzo y la intensidad, la lucha y la mala fortuna. Valora que los once jugadores llegasen siempre antes que el rival. Que se anticipasen. Que mordiesen. Valoran que Bergantiños insistiese en perder balones solo para poder recuperarlos de nuevo. Y que Juan tuviese sangre. O que Juanfran y Luisinho sean los mejores laterales de la parte baja. Que Lucas ame el escudo tanto como ellos. Todo lo valora la grada en una jornada que el Dépor, pese a lo que pueda parecer, sumó un punto, no ya ante el Granada, sino ante Levante, Elche, Córdoba, Almería y Celta.
Un punto. Un punto bueno, mediano o malo. Un punto entregado a la suerte del Vallecas de Paco Jémez. Con más de media liga disputada, ya no queda tanta para rearmarse, o rehacerse, o empezar. Ni tiempo para perder puntos excusándose en el nivel de los rivales. El competir, incluso derrochando intensidad y perdiendo o empatando solo por falta de talento o suerte, también dejará de valer. Dejará de valer porque incluso en su mediocridad, la Liga no permitirá salvaciones de treinta puntos. Llega el momento de demostrar, como dice Paco, quien la tiene más larga. Y dejarse de Charlys.