“El amor es la única decepción programada, la única desgracia previsible que deseamos repetir”, escribió Frédéric Beigbeder en ‘El amor dura tres años’.
Eso escribió y yo en algún sitio leí esa frase que se me acaba de cruzar en la cabeza. Queda un minuto para las diez y el deportivismo cree. Y quiere. Vuelve a querer. Vuelven a quererse deportivismo y Deportivo, si es que alguna vez dejaron de hacerlo. Se ve. Incluso de refilón, sin querer. Se siente. También se siente y quizás eso sea incluso más importante. No, quizás no, seguro que lo es. Se siente y por eso se ve. Uno ve lo que quiere ver. Siempre. Se lo estoy viendo ahora mismo a la señora del abrigo feo que se sienta al lado, callada como nunca. El raro de las orejeras que escapa del tabaco también apesta a amor deportivista. Se nota en la cara de mi colega, con la sonrisa de un niño pequeño entre sus mofletes rojizos de vino y un “3-0 fácil” guasón. Los deportivistas, aún enamorados, ahora correspondidos, creen. Están (mos) creyendo cuando falta un minuto para las diez. “O EuroCelta dos valoriños, vamos non me jodas. Traía fecha de caducidad, non son máis que producto reseco da Masía”, me soltó hace media hora en el bar un tipo que lleva bebiendo descontroladamente desde Vallecas, saltando de pase de Borges en pase de Borges, escondido tras la espalda de Oriol Riera, con una botella en la mano y la camiseta de Andrade puesta, sumido en una orgiástica y larga previa. Los copazos, casi copitas, a ciegas, tenebrosos, casi furtivos, miedicas, de la primera vuelta. Ya los copazos de la segunda, con todos sus puntos, toda su luz, su ilusión como un desbocado torrente de vuelta.
Hirvió la ciudad toda la semana. Porque una ciudad tiene que hervir con sus gentes cuando sus gentes se lo piden. O cuando lo necesitan, aunque no lo pidan, ni lo sepan. Sobre todo si no lo saben, ni lo piden. Cuánto sabía Arsenio de gentes, y de fútbol. Menos de pedir. Ardió, hirvió la ciudad, y quizás aún lo siga haciendo, pero todo es silencio ahora entre tanto alboroto, después de tanta ebullición. Después de los golpes a la mesa del bar y el pasillo entre bengalas de la puerta cero. Todo es silencio ahora que no falta un grito, sobran insultos, y sin embargo nada se escucha. Se calló, se paró Riazor, de repente, suspendido en el tiempo por un instante, como viajando en el tiempo a buscar un trallazo demoledor de Lassad, un quiebro pesado del Turu, un cabezazo en plancha de Luizao. En silencio antes del trance por noventa minutos, antes de la fogosidad del amor. Este momento, puesto en pause, tan lejos del mundo, tan lejos de todo, con la grada mirándose a sí misma. Sí, se está mirando. Nos estamos mirando. Confiada y espiritual, entregada a una guerra sin armas, a la fábrica de Houdinis que de todo se despojan con solo una pelota. Una pelota. Un amor. Lo que sea. A algo que aparece como fútbol en el diccionario. Algo que nadie sabe muy bien qué es, ni por qué es, ni cuándo dejará de ser. Un minuto para las diez. Todo es silencio entre tanto alboroto. Todo es calma antes de la tormenta. Brasas. Espuma. Ruido. Silencio.
Va a temblar como temblaba hace solo un pitillo, Riazor: estremecido, exaltado y pasional. Porque solo así sabe Riazor elevar un derbi. Un partido. El partido. Los recuerdos que siempre se quedarán en la memoria, volviendo a enamorar cuando al amor le da por fugarse por la ventana. El recuerdo de este instante, suspendido entre temblores, con el tipo de quince metros más allá que, parsimonioso, comienza a desenlazar un rosario que parece enredarle el corazón. Azul y blanco los dos, rosario y corazón, rosario y hombre. Siempre había visto la vida en esos dos colores, decían de él la semana pasada. Como Riazor, tal vez era su única forma de ver las cosas. Más si cabe esta noche. Más si cabe en este momento en el que todo estaba parado, o parecía estar parado, o al menos quererlo. Todo parado a su alrededor para que él, tan blanquiazul, tan ritual, mirando al césped agarre su rosario, lo bese y susurre aquello que debía susurrar.
“Luquitas es mi pastor, nada me falta. En lugares de verdes pastos me hace descansar;
junto a aguas de reposo me conduce. Él restaura mi alma, me guía por senderos de justicia, por amor de su nombre”.
Susurraba y nadie quedó en Riazor que no oyese el susurro. Susurraba el tipo extraño o susurraba Riazor, nadie lo sabe. Pero nadie quedó en Riazor sin oír ese susurro de fe y confianza.
Un minuto para las diez. Menos, menos de un minuto. Salmos, gritos, silencio. Miradas. Se mira la grada. Se miran también los jugadores. Luisinho y Juanfran, con los ojos ensangrentados, inyectados en imágenes de carrileros completísimos y fajadores de extremos pululantes, no dejan de hablarse a 60 metros de distancia. Ensaya a la vez Luisinho caras feas. La cara más fea que Luis Carlos Correia Pinto pudiese tener es la que está ensayando en este momento. Nolito y Orellana no se miran. No pueden. Solo bajan la cabeza, Nolito y Orellana, Orellana y Nolito, pensando en conducir la pelota. Conducir y conducir con la cabeza gacha como Capel para no ver la cara más fea del más terrorífico Luisinho que pudiese existir. La cara más fea que Luis Carlos Correia Pinto pueda poner es esa cara que nadie quiere encontrarse, ni en un callejón oscuro ni en la banda de Riazor, tanto si eres Nolito u Orellana como si no. Como la historia de los locos de la autopista y la sonrisa del payaso. Esa cara tiene Luisinho. Juanfran ríe. Sidnei no. No ríe Sidnei. Con el semblante firme y su anatomía imponente. Parece que de repente vaya a aparecer por todos los metros del 105×68 con una gran peluca afro haciendo cumplir oraciones y plegarias, la palabra de Luquitas, recitando mientras ajusticia celestes cual Jules Winnfield fuera de sí. Mi amigo me dice que está viendo a Berizzo con pinta de Bruce Willis y cara de Butch en el sótano de aquella tienda. Sodomía. Todo sodomía. Pero sin Marcellus Wallace ni escapatoria esta vez.
“Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo, Luquitas”.
Sigue el tipo. Sigue retumbando el salmo. A Luquitas, viejo feligrés, nuevo pastor del deportivismo, porque así lo sentía el tipo, porque así el deportivismo lo sentía, se encomendaba, sabiendo que no era el primero. Sabiendo que también Víctor Fernández, buscando salvador cuando un diluvio caía sobre él, pidiendo cura cuando la plaga de las lesiones y la insipidez futbolística lo anegaban tanto que solo leves y furtivas bocanadas le daban el aire suficiente para sobrevivir, invocó su nombre a voces por los barrios de la ciudad. Apareció Lucas, pastor, y una revolución y otra más, y otro equipo nuevo y por fin un equipo, y Victor dio con la fórmula o la formula le encontró a él a pesar de él -uno no sabe ya por qué las hostias a Víctor Fernández es algo que no se discute, como el talento de Fran o los cojones de Bergantiños-. Se encontraron.
Ahora quiere encontrarle el tipo. Queremos encontrarle todos. Incluso Lucas quiere encontrar a Lucas. Lleva mucho tiempo el fútbol esperando una celebración de Luquitas ante el Celta. No se puede descartar que se inventasen los derbis para que Luquitas los jugase marcando. Para que Luquitas festejase. No es nada descabellado pensar que en algún momento entrado el mil novecientos ocurriesen dos clubes, uno en Vigo y otro en Coruña, para que llegase un día en el que Luquitas pudiese jugar lo que siempre quiso jugar. Para que Luquitas jugase lo que una grada confiada, mirándose a sí misma, quería jugar. Porque Luquitas, dando voces y palmas en el centro del campo, saltando con las medias altas y la mirada asesina, está siendo la grada a las 21:59:50 de este sábado 21 de febrero. En este instante lleno de ruido, de alboroto, tan silencioso. En este instante en el que todo está parado, suspendido, y todos confiados, enamorados. Y que el amor sea desgracia, o alegría, que da igual, que lo desearemos repetir.