Regresa ‘El Jugador’ a Riazor.org analizando la figura e influencia del gran emblema celeste.
Con un equipo que gustaba del fútbol, repleto de aspiraciones y nombres, Octubre de 2003 lo era todo para el Celta de Vigo. Aquel octubre, Miguel Ángel Lotina capitaneaba la nave y la ciudad olívica, ajena al posterior hundimiento liguero, disfrutaba sus días de vino y rosas extendiendo en Balaídos la lona de estrellas que precede a los encuentros de la Champions League. Entre medias -de hecho sucedió un miércoles- y las puntuales bajas, apareció en Primera División un imberbe chaval de A Madroa para reforzar el mediocampo en un choque frente al Valencia. Era la primera vez que Borja Oubiña (Vigo, Pontevedra, 1982) se enfundaba la celeste con la primera plantilla en la máxima categoría. Terminó el curso disputando 12 encuentros ligueros y tres europeos, pero el equipo se diluyó en aquella temporada tan engañosamente dulce y bajó a los infiernos. Resucitó, sin embargo, fugaz desde las botas de Borja, armador ya consolidado en plata, en el barro de Segunda, para volver a lucir por Europa dos años más tarde. Su progresión, acelerada pero continua, parecía no tener límites: España le llamaba y la promesa era ya un jugador de bandera, talentoso e inteligente en la veintena como si toda una vida hubiera cargado con el club a sus espaldas. Pero poco duró la alegría en el plano colectivo y el Celta, a tumbos, cayó de nuevo en la trampa tras saborear la miel, lo que llevó al mediocampista a emigrar a Inglaterra. O al menos a intentarlo: apenas unos meses después de su marcha, una grave lesión rompía el vínculo y le tenía de regreso en tierras gallegas. En aquel momento, el desolador escenario reflejaba a un club condenado económica y deportivamente en Segunda División y al mayor de sus estandartes destinado al ostracismo.
Casi diez años más tarde de aquel debut, Vigo y Oubiña siguen unidos, cogidos de la mano. Con 32 en el carnet, los ligamentos de su rodilla izquierda maltrechos y más de cien partidos coloreados de azul cielo a sus espaldas, aquel chico de apariencia endeble y carácter reposado es el capitán, el símbolo de un nuevo Celta que conjuga varias generaciones de canteranos unidas en el primer equipo. Los grandes nombres pasaron, también la gloria del equipo y la suya propia, condenada a entenderse con una recuperación que duró años. Desde su regreso –efectivo, podría decirse- al verde en 2011 y con la institución al fin en progresión ascendente, se aferró de nuevo al bastón de mando para llevar -como antes de salir a Birmingham- al Celta de vuelta a Primera, dónde Borja es el elemento canalizador del juego celeste, pero también de los egos de unos y otros; también el espejo al que mirarse, también el modelo a seguir. Porque, aunque en la foto salga otro, siempre otro, es él quien permanece, quien está ahí con su verbo educado y poco dado a la polémica. Como en el Deportivo lo estaba Fran o lo está ahora Valerón. Un futbolista -con todas las letras- que apuntaba a gran estrella frenado por un machacante calvario de lesiones, dejando a cambio en Vigo un one-club men de la casa, un capitán para años. El último vestigio de un Celta europeo. Un capitán desde la palabra y no el grito, desde el toque y no el tackle.
Ahora, tan definido, maduro e inteligente como a los 20, pero más lastrado, no está a su mejor nivel –de hecho, jamás podrá recuperarlo-, pero es pieza angular del mediocampo celtiña; el vértice sobre el que retrocede o avanza el equipo; el compás, la pieza que hace girar el engranaje, el director de orquesta. Tranquilo y sosegado, él pone pausa a las revoluciones de Aspas o Álex López. Hábil miembro de una hornada que gusta del buen trato al balón, es Borja quien lanza los eléctricos contraataques de los hombres de banda o bascula certero en cada transición. Sin embargo, Borja no se basta. En Segunda, dónde la presión todavía deja un resquicio a pensar y el ida y vuelta se hace más liviano, Oubiña era el rey. O estaba cerca de serlo. En Primera, en el intenso campo de minas que supone la Liga BBVA, el vigués no abarca todo lo que el esquema, partido en exceso por momentos, parece exigirle. En la elección entre el despliegue físico y el talento, el Celta se encomendó a lo segundo, lo cuál ha terminado por convertirse en uno de los grandes quebraderos de cabeza de la dirección deportiva del cuadro olívico.
Orientada a Aspas y contextualizada por Oubiña, la idea futbolística celeste arropa al mediocentro en fase ofensiva pero lo tortura a la hora de recuperar y correr, tareas incómodas y poco adaptadas a sus cualidades. Tremendamente posicional, de recorrido diésel y mayor rendimiento en solitario, Oubiña no había mezclado todo lo bien que hubiera querido Herrera con Bustos o Insa cuando el equipo necesitaba armarse más, cuando el choque requería contención y empaque. Sí cuajaba, al menos por momentos, con Álex López, el mejor de sus escuderos, bregador y llegador a partes iguales. Sin embargo, el ferrolano, en una temporada de altibajos y sensaciones dispares, desaparece en espíritu más de lo aceptable. Por ello Paco Herrera pidió en invierno un hombre que le acompañara, que pudiera liberarle e incluso darle descanso. Y así, para esa demanda de hombre stopper llegó Pranjic, del que pronto Herrera intentó desmarcarse y para el que Torrecilla solo posee halagos basados en su experiencia y versatilidad. Pero lo cierto es que el croata nada entre dos aguas, el interior y el extremo, más por dentro o más por fuera, pero no es mediocentro. Ni siquiera interior en línea de tres. Por si fuera poco, su mejor nivel lo mostró, hace años ya, partiendo desde el lateral zurdo en la selección croata. Borja no necesitaba a Pranjic.
Consecuencia de esa planificación y de esa ausencia se encuentra desamparado Oubiña, partido tras partido solo ante el peligro. No obstante, llegará con el cuatro a la espalda y una misión: conquistar Riazor junto a su antagónico Aspas. Porque casi diez años atrás, el año de su debut, Riazor y el Dépor le enviaron a Segunda. Volvería un año más tarde para alzarse y hacerlo de nuevo al siguiente, pero no le basta. El capitán celeste, capataz y arquitecto, recio y ordenado, quiere culminar su obra y mantener su amor con Vigo en la élite. Hacerlo ante el gran rival doblaría el mérito y la recompensa y, sin embargo, es el ejemplo de la concordia entre dos conjuntos tan cercanos y tan distantes: no infunde odio ni incita a la violencia. De mando sereno y calmo, no le hace falta para sentir el derbi, para llorarlo o festejarlo desde niño, desde que ya tenía esa capacidad innata para verlo todo un segundo antes. Borja Oubiña, convertido en general y emblema celeste, busca, toda una vida después, consumar su venganza.