La hinchada deportivista ha vuelto a ser protagonista en la consecución de los objetivos del club, pero a lo largo de la temporada ha mostrado ciertos síntomas de agotamiento. Ahora, delante de una de las campañas más importantes de los últimos tiempos, coge aire para volver a empujar al equipo.
Tras conseguir rozar el cielo del fútbol europeo en una serie de años inolvidables, el Deportivo sufrió una progresiva reestructuración que acabó con sus huesos cayendo al vacío de la Segunda División por primera vez en dos décadas. La situación, en principio traumática, creó en el deportivismo una energía desbordante que comenzó a inundar la ciudad desde el mismo momento en que Juan Carlos Valerón se quedó quieto, llorando, sobre el césped de Riazor. La reacción de la afición, aplaudiendo sonoramente después de la debacle, fue una señal: la gente se había conjurado para empujar más que nunca.
Aquel equipo dirigido por José Luis Oltra batió récords y logró el ascenso aupado por un aliento desenfrenado, cercano al éxtasis, que se mantuvo la siguiente temporada hasta la destitución del técnico valenciano y la llegada de Domingos Paciência. La grada, enfrente del hundimiento, se expresó con una dureza para nada habitual en aquel partido de infausto recuerdo ante el Granada, pero volvió a exprimirse una vez que Fernando Vázquez apareció como revulsivo. El Dépor, muy exigido, volvió a caer en el pantano, atrapado para mayor desgracia en una situación institucional extremadamente delicada que acabó por provocar la despedida de Augusto César Lendoiro en medio de una temporada en la que el conjunto blanquiazul ha ascendido de nuevo.
Así pues, demasiada excitación, demasiado vaivén para una parroquia que nunca se rinde pero necesita, como es lógico, alguna contraprestación. Si bien es cierto que el equipo se ha mantenido en lo más alto de la tabla durante la mayor parte de una temporada que ha coronado finalmente con el ascenso, también lo es que algo no ha acabado de cuajar en el ambiente. Se ha hablado de un ascenso descafeinado, del demérito de los rivales y se ha cuestionado, aunque no con maneras muy exageradas, la figura del entrenador. Ha habido cansancio, hasta tedio, sensaciones alimentadas en su mayor parte por el juego del equipo pero también por el esfuerzo que suponen dos descensos consecutivos. Como resultado de ello, ha habido menos gente en las gradas y ésta ha sido menos animosa que de costumbre. Locura exige locura, por lo que la hinchada reclama gestos, actitudes que propicien la combustión espontánea en Riazor. Se pudo ver con el puño en alto de Vázquez a la hora del último asalto o con la irrupción de Sissoko en la segunda vuelta: el deportivismo necesita emociones fuertes que aviven su fuego. El entusiasmo anterior se ha visto invadido peligrosamente por una actitud crítica entendible pero no siempre ajustada a la realidad, que tan sólo ha encontrado sosiego una vez logrado el ascenso de categoría. Parece, en definitiva, que la afición blanquiazul ha conseguido lo que quería pero no de la manera que quería. Sumergida en unos tiempos convulsos, su voz agita una canción medio lamento, medio esperanza: «Voy cruzando el río / sabes que te quiero / No hay mucho dinero / Lo he pasado mal».