Enfundarse los guantes y enfrentarse al error. Digerirlo, o quizá no, porque la cabeza no siempre responde. Hacerlo en soledad. Pelear por un puesto ingrato, vigilado con lupa. Y lograr mejorarse a sí mismo, porque quien compite contigo es un amigo. Podría ser la historia de Asenjo y Andrés Fernández en El Madrigal, pero este carrusel de vértigo en la portería también ha puesto a prueba a otros protagonistas de escenarios más modestos.
Ian Mackay y Damián Seijoso fueron, en su día, «dos de los guardametas más prometedores que había en la generación del 86 del fútbol base de A Coruña». Así los cataloga Quique Pampín, que ahora coordina las categorías inferiores del Victoria y, antaño, hizo lo propio con las del Ural. A mediados de los 90, a Quique le propusieron conformar un equipo de Fútbol-7 con el club de Santa Lucía. Había una buena hornada en camino. Fichó a Ian como alevín de segundo año. Pero dos cursos después, percibió algo: «Ian necesitaba un estímulo. Por aquel entonces, era un niño muy de calle, que iba mentalmente por encima de los demás. Y ahí fue cuando junté a los dos tras traer a Damián del Maravillas».
Lo que unió el coche del abuelo Manolo
«Antes, ya íbamos a la selección coruñesa juntos». Ian, que firmó recientemente por el Real Murcia, recuerda que los dos llevaban el pelo a la taza. Damián, el día que pasaron a jugar con los mismos colores: «Al conocernos, tuvimos un respeto mutuo entre los dos. Ian supo que no se podía dormir». En ese discurso incide Pampín, que insta a ahondar en el porqué. De las circunstancias de Mackay, su carácter. Y de él, su fidelidad. «Tiene una personalidad de ganador que sale de sus raíces. Hay que saber de dónde viene y que nadie le regaló nada. Su padre pasaba muchos meses fuera trabajando embarcado, y su madre trabajaba. Por eso, a veces, nos llevaba mi abuelo a entrenar. Nos ayudamos desde muy pequeños», rememora Damián, ahora en el Silva.
No es su devoción por lo familiar un detalle cualquiera. Desde hace seis años, Ian pide a los equipos donde juega que le permitan saltar al césped vestido con una equipación rosa, el color que simboliza la lucha contra el cáncer. La enfermedad que se llevó a su madre en 2012. Ocurrió cuando militaba en el Sabadell, y parte de la directiva arlequinada se desplazó a Galicia para asistir al sepelio. Hace apenas dos meses, dijo adiós al que sigue siendo su ídolo: su padre John Cameron. Y entre quienes estuvieron cerca para arrimar el hombro estaba Damián.
Del coche del abuelo Manolo emergió una amistad que dura hasta hoy. De la despreocupación propia de la edad y una buena sintonía emocional. Eran años en los que incluso el que no ocupaba la portería marcaba goles como jugador de campo. «Competíamos por un puesto e intentábamos mejorar el uno con el otro. El que estaba en el banquillo no se enfadaba, y es muy raro empatizar con un compañero de tu posición e ir llevándote así de bien. Por eso, a Damián lo considero un amigo. Sé cómo respira», explica Ian.
El adiós a la inocencia
El Dépor llama a Ian cuando comienza su etapa como juvenil. Ya lo habían intentado antes. Pampín señala que, para tentarle, en la Plaza de Pontevedra llegaron a ofrecerle como regalo unos guantes de Songo’o. Mientras, Damián, que tuvo sobre la mesa una oferta de 50.000 pesetas mensuales del Espanyol, se quedó en el Ural. Nunca supo a ciencia cierta por qué. Quienes van superando categorías hasta llegar al borde del profesionalismo sostienen que, a menudo, todo se complica ahí, en los últimos filtros. En las decisiones a tomar, en quién confiar o a qué voz escuchar.
Ian y Damián volvieron a coincidir en la selección comarcal sub-17, convocados por Quique. Sería la última vez hasta reunirse en el Ciudad de Santiago cinco años después, en 2008. Por el camino, a las puertas de la élite, las vieron de todos los colores. La emoción, los sinsabores, las incertezas. En la antesala de su debut en Tercera, Damián se agigantó en Vallecas, donde vivió la presión de Bukaneros a sus espaldas en una Copa del Rey con el Rápido de Bouzas. Y vio como pasaba el tren de unirse al Lugo de Setién, después de que la directiva del Anxo Carro apostase por un meta de la base para una ficha sub-23. Mackay fue convocado a la pretemporada de Isla Canela con Caparrós y se mostró ante todo un Milan de Ancelotti durante el Teresa Herrera. Pero todo fue efímero: no hubo despegue final.
Quique sostiene que el Deportivo se equivocó. Que escoger la cercanía y el cariño de los suyos hubiese sido la apuesta lógica. «Ian lo pasó muy mal ahí afuera. Lo cedieron sin tener en cuenta cómo era. Cuando estuvo en el Ceuta las pasó canutas. Él es atrevido y va a luchar. Pero era un chico muy joven al que llevaron a vestuarios donde tropezó con perrerías». En su primera semana de trabajo a orillas del Estrecho, le quisieron rebajar parte de su sueldo. Al año siguiente, salió cedido al Vecindario. Una vez más, a más de 1.000 kilómetros de casa. A más de 1.000 kilómetros de los suyos. «No le dejaron escoger», critica Damián. Hasta que sonó el teléfono desde San Lázaro.
El dilema de Luisito
Hubo un momento, durante la conversación, en la que Luisito Míguez se detuvo para soltarse en un arrebato simeonesco: «Yo quiero que los futbolistas no vean una rivalidad entre ellos, porque quien decide es el entrenador. Y Damián le compitió a Ian en todos los entrenamientos. El fútbol no fue justo con él. Y esos son los jugadores que merecen la pena y te mantienen los equipos arriba». Los dos amigos de infancia se reencontraban en el Ciudad de Santiago. Ya no eran críos. Ya no iban a entrenar en el coche de Manolo. El conjunto santiagués proporcionó una furgoneta para que los jugadores del club oriundos de A Coruña y alrededores se desplazasen a diario a la capital.
Fue a bordo de ella donde creció la admiración mutua, tras un detalle que mostró de qué pasta estaba hecho cada uno. «Sufrimos una derrota ante el Cerceda y, unas jornadas después, Luisito decidió dar un cambio en la portería. Lo primero que hizo Ian fue decírmelo a mí. Era difícil, pero él quería que no me llevase el chasco de que me lo dijese el míster», detalla Damián. En sus cabezas, nada cambió. Lo personal era inalterable. Y lo prioritario, mantener el hambre del grupo. «Todos los jugadores piensan que deben ser titulares. Y hay que ser muy fuerte mentalmente para trabajar como un condenado toda la semana siendo portero, sabiendo que quizá no entres al once. Ahí entra el factor humano, las personalidades», analiza Luisito.
Cómo sobrevivir a ser portero
Alberto Casal, ahora entrenador de porteros en el Fabril, ejerció años atrás la misma función en el Ciudad, antes de su desaparición. Pasó más horas que nadie con ellos. Vio a un portero muy emocional, pero formado en tecnificación con Sambade y Molina. Y a otro que vivió una escuela distinta: las pistas de cemento que rodean la iglesia de San Pedro de Mezonzo. «Egoístamente, uno podría pensar que la única manera de jugar es que tu equipo no vaya bien y tu compañero falle. Ian y Dami tenían un vínculo opuesto: querían mejorarse el uno al otro para no dormirse en los laureles», explica.
De esa retroalimentación, en una parcela tan dependiente de lo psicológico, nació una relación poco común. Luisito reconoce que aún se le hace complicado gestionar una posición tan diferente, tan susceptible de celos o error fatal: «Si uno te falla, pones al otro y también se equivoca, en un torneo de Liga te puedes quedar sin ninguno. Hay porteros que se llevan bien desde el respeto profesional. Después tuve otros casos que directamente no, esperaban a que el otro se jodiese». Y el de Teo, que conoció más de un vestuario donde bogar por libre podía ser sinónimo de desastre colectivo, resuelve: «Ninguno de los dos se deseó jamás algún mal, porque la amistad de Ian y Damián es difícil de encontrar».