A Santino le gusta, le encanta, cantar el ‘puta Gijón’ en la noche de las fiestas madrileñas de chalet y champán cuando decenas de pequeños asturianos revolotean entre la multitud. También contarle al señor Bermejo lo mucho que saltó en su Vallecas, Galicia en mano y grito afónico. Al señor Bermejo, jemecista y leonés, le gusta casi tanto la zurda de Medunjanin como perder la vida entre tercios de Estrella en las terrazas coruñesas, viendo las chicas pasar, los cánticos venir. “Yo soy el primero en ir al ataque, en poner cuatro delanteros si hace falta, Alfonso lo sabe, pero a veces hay que replegar; tirar la línea atrás y salir al contragolpe solo si se puede”, sentenciaba post Griezmann entre recuerdos deportivistas y anécdotas de Monte Alto, Manchester o Madrid.
Pero Santino siempre va al ataque, no conoce otra forma. Como en los 50’, ni contemporiza ni espera; saca siempre cuatro, cinco o seis delanteros, ‘Orquesta Canaro’ Santino, tira el fuera de juego con 40 metros a la espalda y todo se trata de meter, no de jugar bonito. Quizá sea la única forma que tenga de no mirar atrás, de mitigar recuerdos que se le clavan. Sigue enamorado de Djalma, de Bebeto. No sabe si también de ella. A veces lo piensa. A veces lo duda. La primera vez que rozó su piel lo comprendió todo el cabrón, sumiéndose en el Golfa de Extremoduro durante toda aquella noche que todavía le persigue. Su piel. Su piel suave y dura, tersa, como recubierta de una finísima capa de mármol pulido, solo perceptible al tacto, tan ligera que mantenía la esponjosidad de sus curvas y el magnetismo de sus lunares. Nada podía herirla. Nadie se atrevería siquiera, pensaba entonces sin pensarse a sí mismo.
La piel del Dépor es fina. También finísima. Y áspera, ajada por derrotas, rugosa como el celofán usado. Tan fina, tan maltratada, que a cada leve roce devuelve sangre. Con tanta batalla le ha quedado la institución dibujada en hendiduras, desfigurado el equipo con tanta cicatriz. Un solo balón parado abre brecha, cualquier comunicado mastica y escupe las vísceras que asoman. Un pequeño golpe, un tímido ataque, y las heridas renacen más abiertas que antes, con los órganos al aire tambaleándose, miedosos ante los embistes. Tras una fina piel, equipo e institución solo saben sufrir, desangrarse.
A Santino le gusta, le encanta, perder un día de verano y ganar un invierno en el campo del Laracha. Le gusta cantar por Sabina con la bufanda de los 10 años sobre el escenario y gritar el color del que tiene pintado el corazón. No le gusta sufrir, a Santino, pero sufre, irremediablemente blanquiazul, todavía enamorado de su sonrisa. De la nostalgia de su sonrisa. Siempre tuvo el refugio de Riazor, y la ilusión y la pasión y todas esas cosas inexplicables y deportivistas que sustituían a mujeres que sustituían a otras mujeres que a su vez ocupaban el lugar de aquella que supo conquistar pero no guardar. Ahora, con tantas balas perdidas, tantos ojos olvidados, derrotas en colección, parece que todo se le desmorona a la más tenue brisa.
Porque al Dépor nadie supo construirle armadura que necesitaba, que todavía necesita, y se resquebraja el equipo ante la más leve jugada ensayada, se pierde en sí mismo con cualquier balón en largo inocente. Sangra el enfermo y su fina piel arrugada no puede repeler ningún ataque ni contener los brotes. Camino de arrancarse la piel tiras, empezar de nuevo al desnudo con la amarga muerte de la B acechando entre el frío.
Llegó, todavía llega, otro Víctor, con la esperanza de convertir el blanquiazul en serpiente, y desprenderse de la piel vieja, muerta, esa débil de discurso vacío, no preparada para los predadores de la jungla, repelente al barro y el contacto, huidiza de la pelota parada.
A Santino le gusta Sánchez del Amo. Tal vez no tanto como el ‘puta Gijón’, seguro que no tanto como reírse con las ambiciones sexuales de Borjita. Pero le lleva al menos a pensar en su refugio de vuelta. En un balón parado cualquiera. O en los cojones de Laureano tapando el sol. Quizás en la clase de Haris que tanto gusta al señor Bermejo, quizás en la capitanía de mando y piernas de Bergantiños que entre golpes enamora a Núñez. Piensa en esa caja de música con forma de escudo que se incrustó en el pecho, entre pulmón y pulmón alojada, guardando cientos, miles, de voces y cánticos, penas y alegrías; ese pequeño mecanismo al que Riazor le da cuerda para que de su garganta brote ese desmedido sentimiento que le pierde y le gana, le lleva y le trae.
Piensa Santino que tal vez, de la mano de VSDA, la piel del Dépor se endurezca, y a la vez se vuelva suave y tersa, como recubierta por una finísima capa de mármol pulido, casi imperceptible, que deje ver sus líneas acompasadas y descubra magnéticas victorias.