Nueva edición de Alta Definición, centrado, a su manera, en el regreso a la máxima categoría.
La ciudad, inmensa en la derrota y comedida en la victoria, ya había dejado de hervir. Casi dos semanas después, otra vez camino del olvido y la regeneración, otra vez el camino que brilla antes de empezar a andar. Casi dos semanas después, el sol bajaba y ella subía. Ella siempre subía, de todas formas. Su mueca, ajena al extravío, perdida entre una sonrisa y el horizonte, parecía querer alargarlo todo, dejar ese instante atrapado para siempre.
«Duran demasiado poco las sensaciones», dijo agarrando la cerveza, dejándose besar por la brisa en cada trago. Sus pies sobre la mesa, su cabeza en todas partes. En ninguna parte. Casi dos semanas después, fue consciente del final. De un final.
Impulso, cambio, nuevo comienzo. Ella, que solo sabe ir hacia adelante con los recuerdos en la mano, en Primera y sin Augusto ni tortillas del Manjar, con Galicia y los bancos en la camiseta; cocodrilos en el estanque, celebraciones de product placement, ruedas de prensa con Power Point. Tiempos modernos estos, que las niñas ya no mojan las bragas con Damon Albarn y los Ramones se venden en el Pull. Tiempos modernos estos, que solo dejan moverse si es con ellos, pensó, y volvió a desvanecerse dibujando con el dedo círculos cerrados sobre la mesa, y volvió a huir abstrayendo varios años en un instante.
Goles, mudanzas y lágrimas, canciones de Sabina con el ascenso guardadito en el cajón, y el verano que se le había adelantado entrando al abrir junio, aún peleándose con la lluvia, aun venteando a la que puede. Faldas cortas y negociaciones largas. La memoria llena de años en el parque con papá. Horas muertas, polvos con la ventana abierta, noches de terraza y Mundial. Mar, tragos de colores y cientos de millones de rumores que discutir. El gozo hecho estación. Más aún si la cazó saliendo a hombros del penúltimo after de la B, saltando el fuego a golpes de tambor, festejando meses de naufragio.
Allí la encontró, fundida entre 35.000 por un momento, con el corazón bailando y las manos temblorosas.
Ella, que se dejó camelar por las peripecias de Cachicote y baila como un pato mareado, que le gusta hacer promesas los días de lluvia y llevar a su padre a Riazor en la cartera; ella, que se obligó al ascenso cuando el viejo se fue, ya solo pensó en empezar de nuevo. Como si Marchena hubiese apretado el gatillo, como si solo necesitara eso para volver. Como si importase, acaso. Opio conductor de emociones, débil unión de lazos irrompibles. Autopista al cielo.
La luz que se le iba comiendo las tinieblas, levantarse y andar. Ella, que siempre acaba por subir. Salvaje y áspera, punzante, como Laureano segando la banda, como la voz de Delila Paz rasgando blues con The Last Internationale. Suave y melosa, dócil, como los giros de Juan Domínguez, como el Heavenfaced de The National que a veces le gusta llevar en la mirada. Arisca y dulce, capas de cemento y nubes de algodón, Oltra y Vázquez, locura y contención.
Casi dos semanas después, con la mesa llena de cristal y colillas, alquitrán y ámbar, puntos y gritos, el cielo le parece todavía más blanquiazul. Más blanquiazul que nunca en los últimos diez meses. Nada terminó y, sin embargo, todo comienzaf. Tiempo de moverse. Tiempo de avanzar. Y que las sensaciones duren para siempre. Primera, si se deja, también.