Son a menudo borrosos los recuerdos. Deformados, exagerados, recuerdos. Muchos de ellos sitúan la Coruña de los últimos treinta años como un caladero inagotable de futbolistas brasileños que enjoyaban el Dépor de forma natural. Como si no hubiese que ir a buscarlos, como si la marea los arrastrase a San Roque o brotasen ya a sus veintipocos o a sus treinta y pico, grandes o menudos, talentosos y/o de combate –porque de todo son los brasileños-, en cualquier césped pijo de Oleiros, poseyendo ya la casa por ahorrar el trámite, viviendo tranquilos su vida de futbolista de provincias hasta que la patria los llamase, con o sin títulos en la maleta. Algo así como The Americans, pero sin guerra fría ni espías, solo futbolistas o sucedáneos de. Recuerdos distorsionados o no –a alguno se lo llevaron los millones, no la patria-, lo cierto es que centrales brasileños, de esos contradictorios, tan poderosos y elegantes como débiles y torpes, no habían prosperado en Coruña. Sí laterales bonitos, bonitos o incluso preciosos, como Filipe Luis. O casi laterales, casi laterales o incluso casi jugadores, como Evaldo Fabiano. Pero no centrales. Claudiano Becerra no cuenta. Ni como brasileño ni como central. Y de Donato empiezo a sospechar que verdaderamente brotó de algún prado gallego.
Agosto bailaba exhausto cuando el imperativo legal de tener más de dos centrales en un equipo que aspira a algo más que quedar último llegaba a término. El imperativo moral, además, y dada la falta de esos antecedentes, casi exigía que fuese brasileño. Uno nunca sabe cuándo ni por qué puede necesitar un central brasileño, pero sí sabe que en algún determinado momento necesitará un central brasileño contradictorio, técnico y errático. Sonó alguno, poca cosa, se esfumó. Parecían sobrios. No interesaba. No se quisieron. Bailaba exhausto agosto. Faltaban centrales. La mesa rebosaba informes. Todo funcionaba ya a contrarreloj, con la afición en vilo y el descarrilamiento tornándose factible en las cabezas dirigentes. Ni tiempo quedaba para filtrar. Nuevo mando, viejas costumbres. Futbolistas convertidos en papeles, viejos y nuevos, manoseados e impolutos, cientos de papeles, todo eran papeles. Allí no sabía nadie qué buscar, ni dónde. Mucho menos a quién. Ya habían buscado demasiado, negociado demasiado, viajado demasiado. Quizás, también, fracasado demasiado. Aun así los papeles, los putos papeles, entre llamadas, videos y gritos, no dejaban de ir y venir. Frenesí documental con el dinero en la mano. Quemaba. Ardía.
Entre todo aquel desorden, uno viejo, arrugado y con anotaciones a bolígrafo azul se ponía al frente de la pila a cada nuevo termo de café. Venía con un clip que sostenía un número de fax y un cromo con la cara de un tipo sonriente. Los veteranos del deadline conocían la cara de memoria. Desde hacía dos, tres años, ese cromo con una cara redonda y guasona no dejaba de aparecerse entre las montañas de informes, gestifutes, ojeados y recomendaciones varias. Como tocado por alguna especie de maleficio, aparecía siempre al principio del verano para esconderse hasta el final del mercado. Sin embargo, por caro, peso o preferencia, Sidnei Rechel da Silva Júnior terminaba siempre por caer de la terna y volvía al montón. Y no, no había, como debería, un montón específico de centrales brasileños contradictorios. No, no lo había. Así también esta vez cayó. O lo parecía. Parecía que también esta vez, 2014, iba a caer y perderse hasta un nuevo apuro.
Pero se cansó Sidnei Rechel da Silva Júnior, y desde un gimnasio cualquiera gobernó el cromo entre los papeles para poner su cara pachona sonriente como solución. Se cansó por fin el Dépor de no tener un central brasileño contradictorio, fuerte y ofensivo, colocado y descolocado. Se quisieron.
Triunfa la insistencia en ocasiones. Yo hace mucho que dejé de contar las veces que me dan la razón solo por no escucharme más. La perseverancia, y no la fuerza, de una gota de agua para moldear la roca, o algo así; seguro que hay una frase de Coelho para explicarlo. Sidnei fichó por insistente. Tanto fue el rumor a la fuente, que el Benfica lo mandó a Riazor. No se puede andar con un fichaje tres o cuatro años para que al final no fiche. No son formas. Puede valer con Acciari, porque con Acciari vale cualquier cosa y será así por siempre, pero que Sidnei siguiese en Lisboa no podía ser. Cuestión de tiempo. De insistencia. De fútbol.
“No hay una segunda oportunidad para una primera impresión”, decía, o debió decir, Oscar Wilde alguna vez, porque eso escupe Google. Rechel cayó de pie con la blanquiazul. Debut y victoria en Ipurúa. Dos acciones que pudieron ser gol. Dos acciones que pudieron ser gol pero no lo fueron, dos acciones que Hierros Servando estuvo a punto de fundir en la red pero que se encontraron con Sidnei, medio salvador, medio afortunado, para abortar tales maniobras de fundición con dos tambaleantes pero efectivas intervenciones. A veces lo importante en la vida es empezar bien. Luego ya todo va solo. Diakhité llegó raro, empezó mal y se fue peor. Sidnei llegó porque tenía que llegar, porque así lo mandaba el fútbol, porque el fútbol sabía cuando creó el Deportivo en 1906 que algún día un tipo llamado Sidnei Rechel da Silva Júnior jugaría en el Dépor porque Sidnei Rechel da Silva Júnior sería un tipo insistente. Insistente, brasileño y central. Sidnei Rechel da Silva Júnior llegó porque tenía que llegar, empezó bien y si no es el mejor de la temporada es porque la trayectoria de Sidnei Rechel da Silva Júnior exige cautela. «Nós vivemos a temer o futuro, mas é o passado que nos atropela e mata», acertó el poeta Màrio Quintana.
El pasado, Lisboa, cada vez más hipster y menos Eusebio, lo desechó tras alzarlo y forrar Porto Alegre de millones, entregándolo por piezas a Mendes hasta que Sidnei se rompió de tanto romperse. No lo arreglaron en Estambul, perdido entre los atardeceres y el Bósforo, entre el pescado de Besiktas y la morriña –lo suponemos, claro, porque ni Dios ve la liga turca-. Por eso, atropellado por su pasado, se colaba traspuesto en cromo entre los papeles de Ernesto Bello siempre que podía, vistiendo incluso el azul y blanco del Espanyol para estar listo para Primera cuando el Dépor le llamase por fin para cuidar su futuro. Siempre supo que Coruña necesitaba un central brasileño tanto como el Dépor parecía querer obviarlo.
Aparentemente brasileño. Porque Sidnei nació en Alegrete, como el citado poeta Mário Quintana, muy al oeste en Rio Grande do Sul, entre ganado, lluvia y cultivos. Porque nació, ya jugando al fútbol en el Flamenguinho de Toninho Fagundes –probablemente de delantero, pues todo brasileño ha sido delantero alguna vez en su vida y esto es así-, a 150 kilómetros de Argentina y 200 de Uruguay, en una tierra que es Brasil y no es Brasil en una nación que es Brasil y aparentemente produce futbolistas brasileños.
Não me perguntes onde fica o Alegrete/Segue o rumo do seu próprio coração/Cruzarás pela estrada algum ginete/E ouvirás toque de gaita e violã/Prá quem chega de Rosário ao fim da tarde/Ou quem vem de Uruguaiana de manhã/Tem o sol como uma brasa que ainda arde/Mergulhado no Rio Ibirapuitã.
https://www.youtube.com/watch?v=vzZrLxvTNuY
Tenía más cerca el Rosario de Messi y el Negro Fontanarrosa que las playas y garotas de Río. Casi más cerca las gaitas y la muiñeira, tanto como para haber salido del caladero sin darse cuenta. Por eso uno no alcanza a saber si es brasileño, gaúcho con caballo o desea el resurgir de la fallida República Rio-Grandense. Por eso no le vendieron Copacabana. No hizo falta. No le interesa Copacabana. Tal vez no sabe qué es Copacabana si no un sitio donde comer calamares. “Apesar de estar longe, conservo meu coração gaúcho”, dijo él, morriñento, antes de pisar Galicia, antes de saber que, resguardado en Riazor, solo añorará su Pampa alegretense pasados los treinta. Corazón gaúcho, quizá brasileño, quizá no. Quizá central, quizá no.
Y es que a veces es la calma de Billie Holliday, la pausa, la suavidad. Y a veces la obstinada fuerza del tipo de Whiplash que sangra extasiado a la batería soñando con Buddy Rich. Buddy Rechel, haciendo magia con el traje puesto y la cabeza siempre arriba. Primo perdido de Method Man, gánster de casas bajas, vaquero con look superstar de gafas portuguesas, percusionista, cuidador de rebaños y jugador de futsal. John Lee ‘Sonny Boy’ Williamson derrochando blues en Shake The Boogie (https://www.youtube.com/watch?v=yq5RspThWwA) cada vez que se arranca a la aventura para vestirse de box to box talentoso dejando el disfraz de defensa en el área de Fabricio. Expeditivo o delicado, preciso, alocado y concentrado, central brasileño contradictorio que corte a corte, partido a partido, va encontrando su sitio. En casa, tan lejos de casa. Galopada a galopada, salida limpia tras salida limpia, va acordándose que sí, que una vez, una vez hace no muchos años, era de los centrales jóvenes más prometedores del mundo después de abandonar Alegrete y salir a la enormidad para serlo. Que solo necesitaba que el fútbol le pusiera donde tenía previsto.