Toca despedir el año, y en esta ocasión el elegido es A. Calviño. El último artículo de 2014, un ‘Alta Definición’ que deja el listón alto para la que se avecina.
Veintiséis de diciembre. Y aún me dura la resaca. Putas resacas, dulces y oscuras, malditas y añoradas. No descarto que se me junte con la de fin de año y las dos vivan un romance precioso. Viernes veintiséis de diciembre y, como cada año, Riazor.org se iba de cena. La gente –porque en el término ‘gente’ todo cabe- se iba de cena, no la web. La web prefirió quedarse en el servidor mientas alguno, entre plato y plato, le subía noticias. Cuánto vicio. Se empezó cenando, porque en las cenas hay que cenar, irremediablemente, aunque uno no quiera. Un trámite como otro cualquiera, cenar en una cena. Luego el asunto ya fluyó natural, sin obligaciones, recorriendo bares y acabando botellas de ron, dejando cadáveres en una ruta serpenteante y alcohólica entre cinco o seis calles convertidas en paraíso lujurioso. También cinco o seis veces perdimos a alguno que iba y venía sin saberlo, que huía para ser rescatado. Qué son las navidades si no acabar botellas de ron y despedirse de gente, por otra parte.
Acabó previsible, con Jumping Jack Flash Méndez, que pondría a bailar a un club de lectura de amas de casa resabiadas, desatado en Orillamar llevándose la noche por delante y Núñez moviéndose entre líneas y repartiendo juego, casi siempre cerca de un Morais vertical, incisivo en banda, delantero sorpresa. Como no acabó, ni empezó, fue hablando del Dépor. Que ya es raro. Quizás, por primera vez, no se habló del Dépor en una cena de deportivistas. Ni haciéndolo a propósito. “La casualidad no es, ni puede ser, más que una causa ignorada de un efecto desconocido”, dijo Voltaire, o escribió en algún libro o yo qué coño sé. Pero que en esa cena de deportivistas entregados no se hablase del Dépor casualidad no pudo ser.
Como persona extraña que soy, o dicen que soy, que uno nunca sabe si es lo que es o lo que dicen que es, me asalta una sensación extraña por veces. Una sensación de no vivir mi vida, o de sí vivirla pero no al mismo tiempo, de sentir que salgo de mi cuerpo por un instante, o por unos años, o que lo abandono muchos años en un solo instante, y todo se vuelve ajeno, todo es irreconocible. Extraño, como decía, al fin y al cabo. Todo es nadar en una canción de The Pixies mientras la cabeza da vueltas. De repente, una mañana cualquiera, otra resaca cualquiera, me encuentro fuera de mí viendo cómo yo mismo hago o hice esto o aquello. ¿Cómo lo hice? ¿Cómo pudiste hacerlo? Y las preguntas, y las dudas, y quién cojones es ése tipo que me mira desafiante reflejado en la copa fumando un cigarro. En mi copa. En su copa. Quién sabe. ¿Los bajistas aman u odian The Doors? Qué sabe nadie.
Casualidad, o no, desde hace un tiempo me ocurre ocasionalmente lo mismo con el Dépor, cuando el Dépor ha sido los raíles del resto, la constante, que diría el Faraday de Lost. Lo que no sé es si soy yo quien lo ve desde la lejanía en acciones que no reconozco, o es el propio Dépor quien ha salido de su cuerpo, de su club, y actúa sin su consciencia, sin su historia, poniendo barreras entre él mismo y su camiseta, dinamita en los lazos de piedra que lo unen a Riazor y trampas a los 35.000 fieles que lo siguen en su peregrinar. Como si se gobernase sin capitán ni timón, siendo gobernado por capitán y timón. Como si el escudo se desbordase cantando Paint It Black entre gritos y sombras, autodestruyéndose imparable con la cara de Jagger. No sé. Nunca sé nada, chico. Quizá sea mejor no saber. ¿Por qué nos abandona el carisma de Modibo? ¿Quién nos ha robado la primera vuelta?
Sensaciones, putas ellas. Como pensar extrañado -extrañado y quizás aún borracho- por qué en una cena de deportivistas no se habla del Dépor. Como tener al equipo fuera de descenso pero con todo este desasosiego rodeándolo con sus zarpas de apocalipsis y jinetes ardiendo cabalgando deudas. Pero estamos en Navidad. Hay a quienes les gusta la Navidad. Sí, de verdad, que yo los he visto, y ponen lucecitas y villancicos en los salones y jerseys con copos de nieve y una sonrisa en la cara y todo es fantástico en la casa del niño Jesús en la aldea de Papa Noel del lejano oriente. O algo así era.
Quizá por eso de la Navidad, los propósitos, la paz y la alegría y la felicidad y toda esa mierda, uno se presta más a desechar las sensaciones, por perturbadoras y tramposas, a encauzar la cabeza hacia un cambio, hacia la esperanza de un cambio. Por unirse a la multitud, aunque sea. Que si algo tiene la multitud es esperanza y buenos propósitos. Y es que a veces la voluntad basta para encontrar la prosperidad en un simple guiso de carne, o en una copa junto a sus ojos, o en un partido feo contra un equipo feo cualquiera que acabe en una fea victoria que vale lo mismo que otra. A veces es el Deportivo el que da aire. A veces uno es feliz a pesar, muy a pesar, del Deportivo.
Quién sabe. Quizás no fue tan mal año 2014. Danzamos y festejamos en junio, luego de cabalgar la pequeña ola de la B sin caer ni tambalear, sobrios y regios. A día treinta y uno de diciembre, con esta resaca de una cena deportivista sin deportivismo pero con el más ofensivo 3-4-3 en la madrugada, todavía no hay descenso, ni junio, y la fe quiere volver para dejar todo lo que sea el resto atrás. No tiene muchos argumentos, pero es que es así la fe, claro. De creer se trata. En la épica del verde y la batalla por la supervivencia, “cuchillo en boca” que dice Miroslav cordobés, en lágrimas de gol y puntos de alegría, en toda la felicidad que una pelota puede dar. En el DOS MIL QUINCE. Que podría ser peor: podríamos ser del Barça o del Madrid, o de ninguno, que es parecido, y vivir más tranquilos. Pero quién quiere vivir más tranquilo. Qué es ser del Dépor si no sufrir, o quejarse, o morir por veces. Qué son las navidades del catorce si no la promesa entregarse con más fuerza a los dos únicos colores que nos impiden ver los demás.