Llega el ‘Alta Definición’ de A. Calviño justo en el momento en el que la afición del Dépor vela armas para conquistar de una vez por todas el ansiado ascenso a Primera.
Frío domingo de mayo. Una resaca de las que te destroza con pequeños mordiscos, de las que te come poco a poco; de esas en las que ves a Ann Peebles cantándote en la ventana que no puede soportar la lluvia; de esas que acabas echando de menos si se da sábado de baño y masaje. A falta de Soria, un bar. Bar, cuadrilla, cerveza y un partido que apestaba a fracaso desde enero, por lo menos. Sin embargo, ascender contra el Numancia era lo que esta temporada, estéticamente fea, sentimentalmente pesada, pedía. Hubiera sido lo suyo. Empatar, quedarse en el bar levantando tercios de Estrella y destripando tapas de zorza, maldiciendo la falta de sangre y de ambición y todas esas cosas, pero que llegara el Recreativo a liarla justo cuando salieses a la terraza a fumar el último pitillo antes de irte a tu puta casa a seguir sufriendo el final de otra semana más. Ascender a las once de la noche de un domingo gracias a la mediocridad de Las Palmas, con el equipo en Soria y Cuatro Caminos ya en gaseoso incluso antes de hervir, perdiéndose entre el desapego y la lejanía, entre el agotamiento y la fuerza inexorable de un lunes pesado engañosamente primaveral. Eso pedía.
Una temporada tan tosca, larga y sufrida, que se aletarga y se acelera, que se frena una vez coge impulso, que ahoga y no acaba nunca; torpeza y sudor; follar al alba luego de una botella de ron. Castilla profunda, un rival que muerde, tipos fuera de forma, una alineación rara y la calma del rey tuerto entre los ciegos. De primero de deportivismo prever la derrota de Soria. Y es que, al final, retorciendo a Band of Horses –At every occasion I’m ready for a funeral (…) At every occasion one brilliant day funeral–, ha acabado el deportivista por afrontar cada partido como preparado para un funeral, con la cara de piedra y los festejos guardados, la alegría en cuarentena y los puntos en duermevela. De negro y funeral, por si acaso. De negro y funeral y tres de quince. Aquí hemos venido a sufrir. La belleza del dolor, que inventamos el amor solo para destrozarnos una y otra vez.
A pesar de todo, luego del pedregoso camino, las derrotas y las oportunidades que se fueron, el ascenso sigue ahí esperando, bailando entre lo cómico y lo trágico, entre el sentimiento y el martirio, corazones y puñales. Pero sigue. Sigue guardado en todas las cabezas locas por el verde y el plástico de las sillas numeradas a plantilla, o viajando en la maleta del ausente con su petate blanquiazul a cuestas y Dios bendiga Internet; continúa ahí, a un escaso gol de la erupción. Fluye también ansioso por los improperios del que insulta a la tele y hasta cree que le contesta, lanzando diatribas como napalm mientras golpea la mesa y se arrepiente desorientado del día en que, con cinco años, su padre lo llevó al viejo Riazor convirtiéndolo en creyente. Ahí, a un punto, ambulante, estrellándose en cada pesadilla de sudor frío que irrumpe en esas noches sin estrellas ni final, solo una oscura eternidad errante que todo lo engulle. Pero también en el vaso de Glenfiddich 15 y hielo que baja suave con Leonard Cohen llevándote hipnotizado to the end of love en el último sorbo de un día depresivo.
Con seis mediante y uno para estallar, no se marcha. Continúa guardado en la mejor calada del cigarro de después del primer polvo tras la última derrota. Sigue en sus lunares; repartido en cada uno de sus lunares. En cada uña que rasca su espalda dos horas después de otro gol a balón parado. En esa canción que tarareas siempre en la misma esquina camino al estadio. En una gran humareda naranja de miles de bengalas perdidas por la ciudad. En el beso furtivo de la guapa de 5ºA en aquel recreo soleado de un día perdido de febrero en el que ganaste el Campeonato del Mundo del cole.
Guardado, desde hace años, en una grieta de las botas de agua que tu madre te ponía para ir a General. Zurcido en decenas de miles de kilómetros de hilos azules y blancos que tejen los símbolos de una pasión centenaria. Pintado en la cara de ese niño lleno de deportivismo puro, con el fútbol aún sin corromper, con sus ojos inocentes que todavía tienen todos los fracasos por venir. Descansando en el sofá junto a tu padre. En tu abuelo. En las manos cuarteadas de tu abuela acariciándote la cara después del penalti del 94, cuando empezábamos a ser el equipo del pueblo, la alternativa, antes de pasar a convertirnos en tinieblas y derrotas simples.
Guardadito sigue aún en la puntera de Vicente y en las lágrimas rotas de Valerón; y viajando plácido en las cientos de definiciones suaves de Bebeto ante el portero, también mezclado con el veneno de la serpiente que picó a Romero. En algún balón perdido de Mariano y hasta en el machete de Lasarte. En el caño de Tristán a Berizzo, que sigue hoy día, camino a Vigo, con las piernas abiertas y el gesto desencajado. Guardado haciendo la digestión en la barriga del Turu mientras comanda Liniers, enredado entre la melena de Bonnissel y bajándole las medias a Scaloni una vez más. Custodiado intocable en la espalda de Mauro Silva, inspiración del inmenso muro de hielo de Juego de Tronos. Tocado por la cabeza de Borja, saliendo con magia del talón destellante de Djalminha, recubriendo el manto principesco de Rufai.
Expectante el ascenso en el ambiente de la calle Panamá, cruzando de ventana a ventana, de acera en acera por toda la ciudad. Ardiendo en Avenida de la Habana entre litros, imperiales chalets y cristales rotos. Reposando en los copazos de Manuel Murguía. Caminando por el Paseo cegado por el mar, bañado por el sol. Afónico en los cánticos descompasados, caliente en los abrazos y los besos que todavía no se han dado. Recogido en los llantos rabiosos de años atrás, en cada grito a nadie y en todas las cabezas recogidas en sí mismas cada vez que el rival arrecia.
Efervescente el ascenso recibiendo al equipo en la puerta cero, dejando atrás una falta de ilusión provocada, inevitable quizás. Sol, Atlántico, bengalas y tifos, camisetas con largas piernas y gafas de sol, el escudo en el pecho y otra página que escribir, otro fracaso que borrar. Un punto de sutura, de reconciliación si acaso. Un esperado y obligado ascenso, especialmente feo, pero especialmente bello. Al fin y al cabo, a menudo, son más necesarias las espinas que las rosas y tras el viaje está el destino. En este caso, Primera si Riazor quiere y caos calmo de verano.