Durante un partido de fútbol ocurren muchas cosas. Nuestras emociones varían, suben y bajan, como en una montaña rusa. Nos enfadamos. Nos ilusionamos. Nos ponemos nerviosos. Tememos. Celebramos… Existen muchos estados de ánimo que podemos nombrar y describir, pero hay uno, por encima de todos, que es inexplicable: lo que sentimos con un gol en el 90.
Ganar en el último minuto es la cumbre del sentimiento futbolero. Es una explosión de rabia contenida, una liberación de tensión y alegría sin precedentes. Es éxtasis, es épica. A nivel emocional, es lo máximo a lo que se puede aspirar en el verde. La prueba de que a veces, el desenlace merece la pena por muy duro que sea el camino. El momento en el que el corazón y el empuje vencen a la cabeza y la lógica. Por eso, grada y futbolistas perseguimos ese delirio colectivo.
Un gol en el 90 es capaz de fundir a futbolista y afición en un único abrazo. Unos en el césped y otros en la grada, la sensación de pertenencia y orgullo se multiplica por mil cuando el balón besa la red in extremis.
A todos nos gustan las goleadas, las victorias solventes, el dominio de las nuestras. Pero no me dirán que, de vez en cuando, el dramatismo de última hora no es bienvenido. Ganar en el instante final es un plus de motivación para todo el mundo. La sensación de una victoria tardía nos deja una sonrisa en la cara y un cosquilleo en el pecho durante toda la semana.
El Dépor Abanca ganó así frente al AEM la jornada pasada. Y la alegría todavía nos dura.
Fue un partido en el que mereció más, uno de esos días en los que parece que los astros futbolísticos se alinean para que la pelota no llegue al fondo de la portería rival. Hasta que surgió la magia.
Una falta en la frontal en la última jugada del partido, la última oportunidad para hacer justicia a lo visto en los minutos anteriores. Y Sara Navarro se armó de valor. Es la situación con la que sueña todo futbolista: marcar el gol de la victoria sobre la bocina y dar los tres puntos a tu equipo. Vestirte de héroe, o de heroína en este caso, para tocar la gloria.
Navarro inspiró, se concentró. Había salido del banquillo durante la segunda parte, buscando su oportunidad para ganar protagonismo y minutos, pero la fortuna tampoco le estaba sonriendo. Ainhoa Marín la alentó. La convenció de que iba a entrar, de que lo iba a hacer. La animó a creer en sí misma. Y creyó. Confió y golpeó. Y el balón entró.
Abegondo se fundió en ese abrazo colectivo del que hablábamos antes. Las jugadoras en el campo, el staff en el banquillo y la afición en la grada, pero todos juntos. Las futbolistas se apiñaron, demostrando la unión que existe entre ellas. Gritaron, dejando escapar la rabia. Celebraron. Miraron a su gente, sonrieron, levantaron los puños y les trasladaron su agradeciemiento y alegría. El deportivismo se lo devolvió cantando más alto, ondeando las bufandas, señalándose el escudo. La perfecta comunión.
He escrito en estas líneas que no me gustan los parones de liga, pero esta vez no me ha importado tanto. No me importa porque, cuando cierro los ojos, el último recuerdo que tengo es la piel de gallina gritando ese gol de la victoria a última hora. Veo a un equipo que camina en una única dirección, sacrificado y trabajado, volviéndose loco junto a nosotros en una explosión de frenesí blanquiazul. Y eso me llena lo suficiente como para esperar a la siguiente semana.