Habría quien vea como un sinsentido que en el fútbol haya leyendas que se erigen en ello tras sólo un día. Tras un momento o un tanto. Pero hay goles y goles, y basta examinar ese museo del recuerdo que es la memoria de Arsenio Iglesias para comprender que el de Iliyan Kiriakov jamás será descatalogado de la colección más ilustre del arteixán. Eso lo dice todo. Han pasado ya 25 años desde aquella agónica promoción de permanencia en Primera ante el Betis, pero el búlgaro tampoco se olvidó de él. Ni de cómo llegó a A Coruña.
«Dime, ¿está vivo Arsenio?». Al otro lado del teléfono, un Kiriakov que aún se maneja por momentos en castellano. Lo suficiente como para detallar con mimo su vida actual, la de un segundo entrenador empeñado en devolver a la élite al equipo que le formó y desde el que dio el salto al Deportivo: el Etar Veliko Tarnovo. «Ganamos el campeonato en 1991 y el equipo llegó a jugar la Champions, pero fue cayendo poco a poco. Ahora estamos intentando recuperarlo. Sí, estamos en Segunda, pero en la primera plaza», relata con orgullo.
Algo de su peleona forma de jugar en los 90 permanece en su discurso lejos del césped, donde vivió un Mundial junto a Stoichkov y Balakov en Estados Unidos. Tiempo antes, ya había llegado a España: «Mi agente era Miroslav Devic, el mismo que el de Djukic. Vino a Bulgaria a hablar conmigo antes de empezar la Liga y me dijo que tenía dos posibilidades para irme: una era el Espanyol, donde había firmado Ljubo Petrovic como entrenador ese mismo verano tras ganar la Champions con el Estrella Roja; la otra, el Deportivo». Escogió Galicia.
«Decidí irme a Coruña. En parte, por mi agente. Y fue un traspaso que yo no me podía creer. Era la Primera División, la mejor liga de Europa en aquel momento. Imagínatelo. Jugar en el Camp Nou, en el Bernabéu, el Calderón… Fue un sueño», recuerda. Kiriakov no fue sólo un comodín para un Deportivo recién ascendido, también un elemento identitario en el ADN del aquel equipo, esforzado y sufrido tanto con Boronat como Arsenio. Y en esa lucha por fintar al descenso, un obrero del balón como el pelirrojo se vistió por un día de verso libre. Y lo hizo en casa, en Riazor.
Para algunos, en el estadio o pegados a la retransmisión de la Televisión de Galicia aquella jornada, recordar su salida al campo abre la puerta a una cuenta atrás hacia el éxtasis. Tal fue el ímpetu de Kiriakov: «Arsenio me dio muchas oportunidades, pero justo en aquel partido ante el Betis me dejó en el banquillo. Y con el 1-1 tuve unos 30 minutos espectaculares, porque estaba desesperado por saltar al campo y ayudar al equipo. Hasta fallé un penalti». No importó, porque lo que marró en el área grande ya lo había compensado minutos antes desde más allá de la frontal.
En su voz, la alegría de aquel logro, con el que puso, inconscientemente, el primer ladrillo de un conjunto memorable. La historia pudo haber sido muy distinta sin él. «Fui muy feliz. La ciudad era preciosa, y fue el mejor momento de mi carrera lejos de mi país. Solo puedo decir cosas buenas», señala ‘Kiri’, que antes de decir adiós mandó un abrazo a la ciudad y, a mayores, dejó un recado que aún está por cumplir: «Me gustaría ponerme en contacto con Sabin Bilbao. Era mi mejor amigo allí y estaría encantado de escucharle de nuevo».
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