El Deportivo sigue desintegrándose semana a semana, esta vez ante lo que en algún momento fue el Málaga, dejando la sensación de que nadie, a ningún nivel, tiene claro por dónde ir. Porque el conjunto andaluz comparte muchos de los problemas con los blanquiazules y mostró en Riazor una versión lejana al equipo temible del año pasado. Y aún así le sobró para poder golear de no ser porque Sadiku se empeñó en mantener el marcador ajustado.
Hubo cambio en el banquillo, pero Luis César no ha cambiado nada en el césped. Ante Las Palmas tenía la excusa de las bajas, pero este domingo salió al campo con el mismo once y la misma disposición que Anquela lo había hecho ante el Almería justo antes de que lo fulminasen. Es incomprensible que alguien entre en ese vestuario y crea que puede cambiar la situación con una charla o un par de matices. El grupo está hundido, sin confianza y a la mínima se cae al ver que las soluciones que se le plantean son las mismas y siguen sin tener efecto.
Porque los que realmente salen mal parados del duelo con los malacitanos son los futbolistas. La puesta en escena fue un esperpento y hubo secuencias del partido propias de equipos de regional. Partiendo de esas piernas temblorosas, de esas pifias, cualquier análisis queda a un lado. Casi da igual si lo ejecutan bien o mal, cuando la realidad es que nunca hacen lo que el guión exige. El Dépor es siempre un accidente a punto de suceder.
Con el equipo último, enterrado en el fondo de la clasificación y a más de un partido de la permanencia, quizá por fin el técnico recién llegado se haya dado cuenta de que hay que empezar de cero. «Tenemos que seguir trabajando y elegir mejor». Seguramente esa sea la clave. Elegir otra forma, otro camino y otras rutinas que permitan romper las cadenas de una plantilla demasiada viciada. Una plantilla que quizá no sea tan buena como se prometió, pero que tampoco es tan inoperante como lo ha demostrado hasta el momento.