Nueva columna de A. Calviño y su ‘Alta definición’, esta vez con una propuesta que entremezcla calvos, excalvos, ‘Movembers’ y una nueva conjura estratégica para el estilo de Fernando Vázquez.
Según mis cuentas, he dado 100 pitillos más de los que he pedido. Ahí, en el número 100 que se llevó el lunes 24 un señor de traje, mala cara y poco pelo tras susurrar tímido, medio a escondidas, “por favor señor, ¿tendría un cigarrillo?”, caí en la cuenta de que me hago mayor ya. Estar en balance positivo de tabaco; mirar los catálogos de móviles como quien mira naves que no comprende; ver la tele cada vez más cerca y los tiempos de fornicar todas las semanas en portales cada vez más lejos. Creo que uno se hace mayor por cosas como estas. Lo de “señor” también ayudó, supongo. Y ahí, 24 horas después de Alcorcón y con la cabeza bailando, perspicaz de perogrullo, concluí que cuando te haces mayor los goles te pasan más rápido incluso que los años y los que no valen nada se pierden en la memoria, invisibles entre noches, mujeres y días aburridos en los que lo más emocionante que puede ocurrir es descubrir que existen lentejas amarillas, rojas e incluso negras como el carbón por el mundo adelante. La de goles insulsos que he olvidado ya. No así los bonitos, o mejor aún, los importantes, de infarto y reanimación; ésos son los que te quitan vida, los que traen fin de angustias que convierten cabezas en bolas relucientes, bosques en tierra quemada. Goles como el del domingo. Del maldecir y la impotencia al tanto salvador, al cielo de Madrid. Inhóspito Santo Domingo, lobo con piel de cordero, otro partido que te hace dejar el lunes cuatro pelos sobre la almohada, exasperante tedio intenso por el que Lopo se dejó un mechón de la emoción aún nadando en alegría. ¡Si sonreía como un niño y todo! ¡Truhán!
Quizás sean estos goles, estos momentos, por los que Lopo volvió; dejó de ser futbolista para traerse ese pelazo injertado del ostracismo getafense –también algún que otro millón- y volverse más joven que cuando Lendoiro lo pleiteó del Espanyol. El banquillo rejuvenece, claro. Ahora que ya sabe la receta, le sobra tiempo para retomar. Ahora que ha elegido luchar, por un objetivo común o quizás por sí mismo, pero luchar al fin y al cabo, necesita pelea. Entiendo que queremos que Lopo vuelva a ser jugador. Que se vuelva a preocupar, que defienda y se lo coman los nervios y el éxtasis, los centros laterales y el fulgor de la ‘B’. Queremos que vuelva a ser calvo.
“Estoy hasta los cojones de los laterales calvos”, decía el domingo un tipo en el bar cargando en la alopecia su decepción por la defensa de cinco y el poco brillo. Algo hechos a los calvos estamos ya, pues. Aunque todos les cargamos alguna que otra vez, niéguenme si pueden que le tenemos –también el tipo del bar- mucho cariño –tal vez un cariño especial, vale– a esas cocorotas relucientes que van y vienen arando el carril arriba y abajo sin un solo gesto elegante, pero con toda la belleza de dos cojones que les arrastran mientras luchan la banda. Pero centrales calvos no tenemos, Lopo. Ni calvos, ni melenudos, ni feos. No se puede vivir del todo a gusto con tu equipo sin un central pelado o, en su defecto, de melena cavernícola –ésta puede que le quede lejos–. Ni, y esto es más grave todavía, sin un fulano con bigote. Se necesitan bigotes, más bigotes, en este fútbol moderno.
Si tuviéramos algún fulano feo, pero de estos feos con avaricia, de fealdad absoluta e indiscutible, que dé miedo verlos, pues aún. Pero a falta de fealdad extrema –o ligera, pero al menos irrebatible– y puestos en tiempos de pancartas, deberíamos exigir desde el primer al último vomitorio que Lopo vuelva a ser calvo y, sobre todo, que se deje bigote. Que lo haga como homenaje al Tato Abadía o algo, si quiere. Quizás incluso muchos lo verían como alguna clase de justa penitencia y así ya todos felices. “Para jugar en el Dépor has de sufrir como un nazareno y rogar por tu perdón”, diremos luego. Nos va a quedar chulo el asunto: del ‘Fé en el Dépor’ al ‘Penitencia por el Dépor’; ya está la campaña hecha, Tino. Lo cierto es que no me cuesta ver a alguno salivando solo con imaginar al pobre Lopo subiendo de rodillas las escaleras de la Torre de Hércules con la corona de espinas y cientos de bastardos arrancándole el pelo y soltándole latigazos hasta que volviera a bajar para ritualizarlo todo allí donde la rosa de los vientos, postrado exhausto y arrepentido hacia el norte, con la muchedumbre levantando las antorchas envuelta en rabia. Luego, a la vuelta, unos cuantos costaleros pueden cargar con la imagen de Bebeto hasta Riazor y el blanquiazul litúrgico en procesión. En realidad, esto último de la imagen de Bebeto no estaría nada mal.
Pero hagamos pancartas. Pancartas por todo el estadio. “Menos trote y más bigote”. “Movember permanente para el dorsal veinte”. “El escudo se lleva con sangre y bigote”. “Quen teña bigote, que nos siga”. Si volvemos a la defensa de cinco, que sea con tipos de bigote y camisetas sin número, joder; ¿qué es eso de poner tres centrales con pintas de arrasar en el Royale y oler a nubes de algodón? Es quedarse a medias. Y quedarse a medias es siempre una puta mierda. Si volvemos a la defensa de cinco, que sea con patadas en el campo y cigarros furtivos en el vestuario, por favor; con capitanes que peguen gritos, medias por los tobillos y vendas en cabezas que rezumen sangre. La gorra marca Pulis de Vázquez marca el camino. Bigotes y cigarros contra lo moderno, gorras y calvos en defensa de cinco. ¡Levantémonos! En este fútbol moderno cada mostacho es una victoria, cada mata de pelo espeso es oro.
Pese a todo, la falta de bigotes, las críticas y la ‘noventánea’ desesperación, decepción por perder el tren, la defensa de cinco funcionó allí en el reino de los partidos feos y apretados. Amarró, controló y triunfó Fernando, fortuna a un lado, y ya la brecha se abrió. Jugamos feo y ganamos, lo cual es una alegría enorme en la época de la posesión y el fútbol de salón. Hay una belleza superior en ganar feo. Viene a ser como estar prendado de esas camareras que dan ganas de volverte alcohólico para pasar las noches en su barra volcando vasos de whisky esquivando el trapo húmedo de tres días con el que limpia, sentado en un taburete cojo que balancea a cada trago, dejándote acariciar por su mirada que tanto la vida mordió, dejándote llevar por su mirada llena de promesas y besos partidos en dos. Y sí, qué malo, decadente y feo es todo, pero qué feliz eres metiendo goles cargado cuando cierra el bar. Qué coño, vas ganando. Vamos ganando. La suerte del campeón, o del desdichado; o los tantos que tanto valen en el 10′ y con filigranas como de pinball ya medio muerto.
No obstante, man’s game charges a man’s price (jugar como hombres conlleva un precio de hombres), que dijo Marty Hart, en 2002. Así que si vamos a jugar a esto, Fernando, que los chavales se dejen el pelo asilvestrado, pongan cara de locos y saquen el cuchillo, que levanten un muro de 5+2 con arqueros de piernas rápidas en la colina. Pero mejor avisa antes, que desde enero andamos medio perdidos y no sabemos si bajamos, subimos, atacamos o defendemos, para así ir al bar con dos líneas tiznadas sobre los pómulos, dientes colgados al cuello, tambores y danzas que traigan lluvia y ahuyenten los asedios.
También podemos ganar 3-0 al Hércules jugando más bonito que feo, hilando algún que otro pase y dando felicidad si no 90, al menos 45 minutitos. 45 minutos de desasosiego y goles en tu estadio. Para variar, más que nada. Eso sí, la parte de los bigotes es innegociable.