Tomás Magaña reflexiona en nueva columna de ‘El mediapunta defensivo’ sobre el brillante inicio futbolístico de Diego Ifrán, «la promesa rota del balompié uruguayo».
Cualquier futbolista merece un periodo de adaptación cuando se incorpora a una plantilla previamente formada. Si el jugador en cuestión viene además de pasar lesionado prácticamente dos de los últimos cuatro años, se entiende que su amoldamiento al nuevo entorno puede necesitar un plus de paciencia. Diego Ifrán cumple ambas premisas, pero no podrá perder ni un solo segundo en acomodarse en el Deportivo. Ha venido para diez jornadas. Acaba de llegar y está a punto de irse. Su primer gol ya se está haciendo esperar.
Es ya la segunda vez que un club apuesta por Ifrán asumiendo riesgos, que alguien prioriza los informes técnicos sobre las dudas derivadas de su historial clínico. La Real Sociedad le contrató justo después de sufrir su primera lesión de rodilla, todavía en periodo de convalecencia. Pagó por él y esperó un año a que pudiese vestirse de corto. Para cuando estuvo a punto, apenas pudo convivir unos meses con su principal valedor, Martín Lasarte. Con él había coincidido antes en Danubio, el más exuberante escaparate de talentos del fútbol charrúa. Allí se disfrutó por última vez del Ifrán que aún no conocen en la playa de la Concha ni en la de Riazor. Ifrán, el uruguayo.
Diego asomó en la Primera División de su país en la temporada 2007/08, tras conseguir el ascenso con Fénix. Los albivioletas no lograron la permanencia por un escaso margen de puntos, pero el atacante dejó muestras de su potencial con una docena de goles, suficientes para dar el salto al ‘Danu’. Su progresión continuó en línea ascendente en los Jardines del Hipódromo, poco tiempo después de que por allí pasaran artilleros hoy consolidados en Europa y en la selección como Cavani o Stuani. La elevada exigencia resultó más fácil de sobrellevar cuando Álvaro Recoba decidió regresar a sus orígenes en la Curva de Maroñas para convertirse en el mejor aliado del ariete de Cerro Chato. Luciendo potencia, fuerza, astucia dentro del área y facilidad para la definición, Ifrán firmó 10 tantos en el Apertura 2009. La hinchada de Danubio le encumbró enseguida como nuevo ídolo.
Por aquel entonces su destino parecía pasar por Argentina: estuvo muy cerca de fichar por Lanús, negoció con Banfield e incluso se rumoreó que el ‘Cholo’ Simeone le había requerido para San Lorenzo. En Europa, sus opciones más importantes estaban en Italia. Con solo 23 años, el joven Diego paladeaba el placer de ver su nombre en los periódicos cada mañana, de escuchar voces que pretendían seducirle al otro lado del teléfono. Vivía en la cresta de la ola y no dejaba de ‘vacunar’: en las ocho primeras jornadas del Clausura 2010 rubricó otros seis goles. Los dirigentes de La Franja se frotaban las manos ante las perspectivas del inminente traspaso.
Ifrán la rompía hasta que se rompió. La maldición del ligamento cruzado de la rodilla cayó sobre él durante una sesión de entrenamiento el 18 de marzo de 2010. “Pisé mal y la rodilla se me fue”, lamentaba. Más aún lo lamentaron los hinchas de un Danubio que se desplomó en su ausencia: pasó de séptimo en el Apertura a duodécimo en el Clausura. Lasarte y la Real Sociedad acudieron al rescate de la promesa rota del balompié uruguayo meses más tarde. El soñado aterrizaje en Europa cambió el escenario de la ilusión por el de las dudas.
Efeméride y casualidad, Diego Ifrán ha entrenado por primera vez con el Dépor el día del cuarto aniversario de la lesión que cambió su vida. A principios del pasado mes de julio sufrió una recaída, revés sin el que quizá nunca se habría enfundado la camiseta herculina. Avalado por ilustres compatriotas y exblanquiazules como el mismo Martín Lasarte y Walter Pandiani, el cerrochatense continuará persiguiéndose a sí mismo en A Coruña, buscando el nivel que le situó entre los diamantes de Sudamérica. Sin tiempo para tropezar de nuevo, sin salas de espera después de tantos quirófanos. Vázquez inserta en el cilindro su última bala para disparar a la diana del ascenso. Riazor observa, deseando bramar aquello de “u-ru-gua-yo, u-ru-gua-yo”. El césped, como siempre, dictará sentencia.