Hay ciertos días del año que están vacíos. Las horas pasan, el césped crece y la pelota no rueda. Ese ritmo se traduce también en las noticias, que cobran un cariz pesado y a muchos nos saben a ese polvo que se acumula en las estanterías cuando la bayeta lleva mucho tiempo sin pasar por la habitación. Las semanas de parón liguero llevan esa carga implícita, y no hay un lugar mejor para cerciorarse de ello que el bar de abajo. Desangelado un domingo, y con el dueño convirtiendo cada saludo a los viandantes en una invitación a matar el aburrimiento entre cervezas.
Al Deportivo le ha tocado romper la rutina ante un viejo conocido y detractor de la misma. Y es que todo en torno a Paco Jémez transporta al pasado. Por ejemplo, al temor de Bebeto a sobar de más el esférico en Vallecas para, un año después, agradecer su llegada a A Coruña. En el tejido de nostalgia que a menudo trenza la memoria del aficionado blanquiazul, Paco era el sargento de artillería Hartman, ese militar de aspecto imponente y al que Stanley Kubrick situó para siempre en las retinas de los amantes del cine bélico.
En el fútbol, como en la vida, nadie cambia. Sólo se transforma. Y el actual técnico del Rayo lo hizo mejor que nadie. Camina por el área técnica embutido e impaciente, como si la camisa hubiese encogido más de la cuenta o aún llevase medias y espinilleras ocultas bajo el traje. Es el preludio del grito y el cambio en el minuto 25, siempre acompañado de una cordial explicación en el vestuario y posterior rueda de prensa. Jémez es ese compañero de carajillos con el que tienes la certeza de que la barra acabará poblada de cáscaras de cacahuete y una charla siempre sabrá a poco.
«Como soy muy duro, no les voy a gustar, pero cuanto más me odien, más aprenderán», decía Hartman. En esa aparente contradicción convive el exjugador del Dépor, alumno de Bilardo sobre el verde y digno apóstol de Menotti en el banquillo. No existe nada más bello que ver a un antiguo guerrillero del balón pidiendo a los suyos hacer siempre las paces con el público y jamás con la portería contraria. Sin trincheras ni tregua, y la convicción de que la mejor bala es un pase al hueco pese a que, en el minuto 90, ese vecino que vocifera a tu espalda pida un pelotazo hacia tierra de nadie.