De nada vale estudiar mucho si el día del examen no das pie con bola. En un deporte como en el fútbol, en el que la incertidumbre y la complejidad es altísima por cuestiones intrínsecas al propio juego, las áreas adquieren más relevancia que en ningún otro juego. Es importante trabajar bien para llegar a la del contrario de la mejor forma y el mayor número de veces posibles, al igual que para impedir que el contrario haga lo propio. Pero hacer todo bien hasta fallar en el momento de la verdad es casi lo mismo que no hacer nada bien.
Algo parecido le pasó al Dépor en el Tarazona 1-1 Deportivo. El conjunto deportivista completó un partido sobrio ante un rival pobre. No firmó una actuación brillante, pero sí acumuló las suficientes situaciones de gol a partir de todo tipo de circunstancias como para ganar y golear. A la vez, prácticamente minimizó a su contrario en ataque. Sin embargo, no fue capaz de transformar esa evidente superioridad en un marcador amplio. Y cuando tuvo que apretar los dientes, todo el castillo que había construido a base de una teórica solidez, se cayó. Fue una historia parecida a la de Fuenlabrada.
Con un reiterado pecado capital en el área rival y un único pecado capital en la propia, el equipo de Imanol Idiakez perdió dos puntos de oro. Dos puntos que su rival se había empeñado en regalarle en esa extraña competición por ver quién fallaba más. Se llevó la palma el cuadro herculino, al que se le presuponen capacidades y tablas suficientes como para minimizar esos errores que se acumulan una y otra vez. Tanto que, probablemente, tenga poco que ver con la casualidad.
Picando piedra
El Deportivo de La Coruña fue muy superior al Tarazona durante todo el partido. Esa debe ser el contexto final sobre el que interpretar los diferentes momentos de un choque que el conjunto herculino supo jugar relativamente. Porque quien esperase ver a un Dépor estético en Aragón, se equivocaba. Ni el campo ni, sobre todo, el rival invitaban a eso. Tampoco un equipo que no termina de definirse sobre todo en ataque pero que, al menos, elevó su competitividad para imponerse al rival, al contrario que en Irún.
Idiakez sorprendió a todos dando entrada a Jaime Sánchez por el sancionado José Ángel. El técnico vasco era consciente de la necesidad de acompañar a Salva Sevilla en el doble pivote con un futbolista capaz en el juego aéreo y con cierta vocación defensiva. La opción evidente hubiese sido la de Diego Villares, pero dio la sensación de que el preparador vasco no quería perder al vilalbés en el último tercio de campo. Porque el ‘8’ es, a día de hoy, uno de los pocos jugadores capaz de cambiar el ritmo de este Dépor a base de piernas y rupturas.
De este modo, el equipo blanquiazul se estructuró de inicio en un 4-4-2 en el que Villares ejercía de teórico extremo derecho, mientras que Davo jugaba más pegado a la izquierda y tanto Lucas como Valcarce se repartían el carril central como futbolistas más adelantados, casi más como un doble falso nueve, pues ambos -sobre todo Lucas- tenían libertad para aparecer más al apoyo y no se dedicaban a fijar centrales.
El primer tiempo del cuadro herculino fue un picar piedra constante. Sin pelota, el equipo coruñés fue a presionar muy arriba al Tarazona, con un 4-4-2 que emparejaba futbolistas para provocar que el conjunto zaragozano arriesgase y así poder robar o bien jugase directo. Casi siempre fue esta segunda opción la que empleó el equipo de Molo, pero su productividad fue nula ante la solvencia en los duelos de la defensa visitante y la gran ubicación del doble pivote Sevilla-Jaime para cazar posibles balones sueltos.

De este modo, salvo jugadas aisladas -que se podían dar-, el meollo del encuentro estaba en ver cómo el Dépor abría la maraña local. Una maraña que permitía al equipo coruñés salir por fuera, algo que los de Idiakez aprovechaban para atraer y encontrar el hombre libre dentro. Porque una vez recibían Balenziaga y, sobre todo, Paris, eran varios los futbolistas foráneos los que se juntaban en esos carriles exteriores. Con ellos basculaban los locales, pero el ritmo de pelota y las movilidades eran lo suficientemente óptimas como para encontrar ventajas y acabar devolviendo el balón dentro, donde casi siempre aparecía solos Jaime, Sevilla o Lucas para acelerar la jugada.
¿Qué faltó entonces en esa primera mitad? Pues más allá de la falta de continuidad propia de un partido con esas características, porque al equipo deportivista le faltó veneno. No tuvo ese colmillo para acelerar jugadas que apuntaban a ser claras, o bien falló en el penúltimo y el último pase o bien no acertó en el remate. Una conjunción de circunstancias que, unidas a que el equipo blanquiazul tampoco iba sobrado de brillantez, impidieron al Dépor irse en ventaja en una primera parte simplemente decente en la que más que culminar mucho, fue picando piedra.

Encontrar el núcleo
Si en la primera parte el Deportivo fue picando piedra, en la segunda mitad encontró el núcleo rocoso que buscaba. Pero no supo cómo extraerlo. Porque el conjunto deportivista generó situaciones de gol de todo tipo: en ataque posicional, al contragolpe y a partir del balón parado. Sin embargo, a partir de un regalo del meta logró facturar.
El equipo coruñés mejoró tras el descanso. Lo hizo a partir de un movimiento que ya se había dado en los compases finales del primer acto: centrar a Diego Villares. Ante la incapacidad del centro del campo del Tarazona para proteger su espalda, el Deportivo incidió. Salva Sevilla y Jaime seguían ejerciendo de doble pivote. Pero por delante, el cuadro herculino juntó a cuatro futbolistas en el carril central que se repartían los espacios para fijar y arrastrar defensas.

De este modo, el Dépor era capaz de atraer con los dos centrales más los dos pivotes al punta Cubillas y a los interiores Keita y Álex Gil, que iban a robar y se alejaban de su mediocentro, Carlos Javier. El capitán local tenía que abarcar una franja de terreno de juego anchísima, pues los extremos estaban pendientes de Paris y Balenziaga. Y por ahí, a sus costados, aparecían Villares, Lucas, Davo y Valcarce.
Lo hizo sobre todo el ex del Fabril, encargado de recibir al apoyo una y otra vez, aprovechando las ubicaciones de los delanteros -que impedían que algún defensa saltase a por Villares-. Una vez Diego recibía, aceleraba con pases verticales o unas conducciones devastadoras para la zaga rival, que no supo cómo parar al vilalbés.

Al menos durante la primera mitad de la segunda parte, esa conexión entre líneas con el futbolista al apoyo fue la gran arma para que el Deportivo pudiese atacar mucho y generar situaciones que, con un mayor nivel de afinación, hubiesen sido más peligrosas -en algún caso- o hubiesen acabado directamente en gol -en muchos otros-.
Poco a poco, el Tarazona fue ajustando. Se metió más atrás y el Dépor sufrió más para generar, incapaz de sorprender por fuera ante la inexistencia de un solo futbolista capaz de eliminar rivales en el uno para uno. Sin embargo, al equipo aún le quedó la vía de algún contragolpe peligroso cada vez que el rival se estiraba o un balón parado que acabó dando sus frutos, aunque más por desacierto ajeno que por tino propio. Era lo de menos. A pesar de sus déficits, el Deportivo había encontrado el núcleo.
La negligencia
Pero la renta era insuficiente para vivir tranquilo. Debió encontrarla antes el equipo deportivista, pero pudo ampliarla a partir del 1-0 en varias transiciones muy evidentes. Le faltó, de nuevo, esa pegada que le limita para competir en muchos escenarios.
Pese a todo, el conjunto herculino no sufría demasiado. Hasta que en un centro a la desesperada, regaló lo que un equipo que aspira al ascenso no puede regalar. La jugada fue un esperpento. Porque más allá de la funesta defensa del área, la ocupación espacial a lo largo y ancho de todo el terreno era pésima.
El Dépor fue capaz de frenar una internada por su sector derecho gracias al trabajo de Paris y Cayarga, unido a la ayuda de Diego Villares. Sin embargo, el cuadro herculino se hipnotizó con el balón y se olvidó de que en el fútbol, normalmente, el peligro acecha en la zona donde no está la pelota. Justo en el otro lado, el Tarazona cargaba el área con tres delanteros y un central incorporado al ataque.

La prioridad debe ser siempre proteger el área, pero todavía más en un contexto de partido como ese. Sin embargo, el equipo herculino tenía sobrepoblada la teórica zona de rechace, con varios futbolistas sin marca asignada y defendiendo un territorio que el Tarazona no quería conquistar. Vázquez sin marca, pendiente de no abrir todavía más su distancia con Paris y Villares persiguiendo un desmarque de ruptura precisamente hacia ese intervalo central-lateral. ¿Y el resto de los que no defendían el coto de Parreño? En zona. Pero en zona de nadie.
Hugo Rama estaba pendiente de un pase inocuo al lateral en vez de ayudar persiguiendo al extremo, Salva Sevilla se ubicaba en una franja de rechace vacía y Jaime no ejercía su papel de tercer central en esos momentos en los que el Tarazona solo podía hacer daño colgando el balón porque sí.
Así, Martínez se emparejó con Guiu -más allá de medir mal el salto- y Balenziaga, pendiente hasta de tres futbolistas que entraban solos, no detectó que debía cerrar ante el posible fallo del francés. El balón llegó al área y las superioridades hicieron el resto. No solo era numérica (4 contra 2), sino posicional (mejor colocados) y hasta técnica (Cubillas mejor por alto que el vasco).
El pecado capital reiterado fue fallar tantos goles, sí. Pero quizá todavía más no lograr protegerse ante un recurso tan simple. Incapaz de apretar los dientes pese a disponer de perfiles para ello. De nuevo mostrando un grado de anticompetitividad negligente, pues más allá de fallos individuales el básico empate llegó de un desequilibrio colectivo. Porque claro que pecar está permitido. Pero si uno se empeña en transgredir de manera sistemática pecados así de capitales, no hay forma de evitar el castigo divino.