Siempre hay algo mágico en ese Luisinho que trinca el carril zurdo. Que se pelea con todos, con todo, porque Luisinho no sube la banda: se enfada, gruñe, amenaza y deja que la banda venga a él. Casi tanta magia como los grandes, peludos y deportivistas cojones de Laureano Sanabria. Creo que fue en ese momento. Luisinho paró y se ató las botas. Rugía Riazor bajo la lluvia. Quería épica Riazor, cansado de estar en el asiento sin jugarse nada, sin emocionarse siquiera.
Sí, tuvo que ser en ese momento. Algo me recorrió el cuerpo, y no eran las manos de nadie esta vez. Lástima. Algo me cruzó, nos cruzó, y los colores comenzaron a distorsionarse, los sonidos a mudar de piel. Una fuerza desconocida. Una ilusión. La noche de un dos de mayo, en el instante previo al grito de la multitud aupado por General, despertamos. Y una vez en pie, cantando, vibrando a cada tímida galopada, supimos que dormíamos hasta entonces, que alguien o algo nos había anestesiado. Quizás nosotros mismos. Pero en ese momento, justo en ese momento a falta de tres jornadas y media, despertamos y nos vimos peleando otro puto descenso. Otro puto descenso, otra vez. No se había enterado el equipo y tampoco nosotros. O viceversa. Tal vez por agotamiento y cansancio. Tal vez por el destello cegador de las luces de la fama, el éxito y el preciosismo, sueños de grandeza desde un pajar.
Supimos ahí lo que ya sabíamos: era necesario el Ragnar Lothbrok de Vikings y decenas de guerreros sin miedo, y pelear cada pelota como si fuese la última pierna de cordero del festín, la última gota de vino sobre la mesa; sin embargo, había aparecido un Don Draper de pega con su séquito de publicistas rancios, atribulados y con ínfulas de estrella, tratándonos de vender su mierda semana tras semana, rogando perdón y prometiendo una batalla que nunca se dio. Nos dejamos llevar. Fueron tímidas las quejas, nadaba la ciudad en sus formas. Y ahora qué.
Qué. Cuándo. Por qué. Cómo. Cómo era posible que, de pronto, faltasen tres jornadas y media para acabar una liga en la que todavía estamos buscando sensaciones, descifrando una alineación solvente y ensayando balones parados. Así de golpe, de repente, jornada 35. Sucedió todo muy rápido entre tanta variante táctica, tanto entrenador y cambio de piezas, entre tanta pelea interna y búsqueda de estilo. Todo ha ido muy rápido. No. Es el Dépor el que ha ido muy lento.
El equipo ha ido muy lento y nosotros no sabíamos dónde estábamos, ni qué hacíamos, ni por qué. Estuvimos entretenidos. Entretenidísimos preguntándonos dónde estaba Canella. ¿Quién o qué es Canella? ¿A qué se dedica? Nos perdimos viendo los freestyle de Cuenca en la Plaza de Lugo cada martes por la tarde, al lado del tipo de chaqueta de cuero y gafas que empieza el rock a las nueve de la mañana, con Fariña en la tienda de enfrente comprando cucharones para zampar dulce de leche por kilos viendo goles de Vietto y quiebros de Centurión. Lo pasamos bien con Postiga desapareciendo meses para lanzar ‘Psycho’ o viendo a Juanfran diluirse como un azucarillo y volverse muy gallego; no se sabe si sube o si baja, si ataca o si defiende. La culpa es de la humedad de Abegondo. Y seguro que lo es también de que Cavaleiro no controle bien un balón aunque le llegue con pegamento. O de que con Oriol Riera y Toché, por voluntariosos que sean, por mucho que trabajen, es difícil hacer puntos.
¡Ay! Qué tan entretenidos estábamos con las sensaciones, confiando en hacerle trampa a las matemáticas de la pobre Primera 14/15. Confiando en que tres equipos tendrían menos talento que nosotros, menos huevos, menos Riazor. No hubo Riazor, ni huevos. ¿El talento? Una buena vara de medir a los equipos es mirar a sus jugadores y pensar quién hace mejor al resto. ¿Quién hace mejor al resto en este Dépor? Lucas, a veces. Sidnei. Poco más. Del resto destacan tres o cuatro, por garra y tesón, por cojones. Tres, cuatro o incluso cinco pares de cojones son insuficientes para una plantilla escasa incluso para la peor Primera que muchos pueden recordar. Menos aún rodeados de aparente apatía.
Nos vamos a Segunda de nuevo, y casi sin enterarnos aun sabiéndolo desde hace meses. No, no, seis puntos serán suficientes. Tengo días. Horas. Incluso minutos. A veces nos salvamos, a veces no. A veces creo, a veces me vengo abajo en un bar cualquiera mientras el camarero me habla de Eibar pasando sobre la barra un trapo que huele mal. Mis amigos creen, solo a veces. Normalmente creen poco. “Lemos, Luis y Cardoso. Ojito con nosotros en la B”. Lloran riendo. Se han cansado de cuentas y cálculos, de mediocres e indolentes. Y es que vistos los antecedentes, si el Dépor consigue seis puntos, habrán hecho falta siete. Si consigue cuatro, habrán hecho falta cinco, o esos cuatro con el golaveraje a favor. Nos vamos a Segunda. La vuelta al barro, a casa, como San Lorenzo a Boedo. Seguro.
No, no nos vamos a Segunda. Seis puntos y nos vamos a salvar. Muchas cosas mucho peores se han visto; salvaciones más difíciles, más intrincadas, que salvarse ganando a un correcto Athletic en San Mamés y a un típico Levante en Riazor. ¿Es más difícil ganar en Bilbao que, yo qué sé, creer que Helder Costa iba a hacer algo bonito o como poco divertido en Coruña? No lo creo. No creo tampoco que, a la tercera, no vayamos a tener suerte. Una pizquita, al menos.
Sí creo en la angustia. Vuelvo a hacerlo. Y es fantástico. Desde ese momento, noche de sábado lluviosa y lucha consciente, frente a los pollos del Villarreal, la angustia golpea de nuevo con fuerza al deportivismo. Tan poco como eso necesitábamos. Es agradable volver a sentir cómo el pecho se oprime, cómo en cada rincón nacen jugadas que nos elevarán sobre todo un segundo. Dibujar tácticas para San Mamés, y flechas marcadas con sangre. Imaginar mordiscos al césped, patadas a todo, balones al aire. Crear situaciones, soñar goles. Ser del Dépor es vivir ansioso e inquieto, angustiado, tan temeroso de la derrota como ilusionado por la victoria, confiado y atormentado. Todo eso que habíamos perdido, que ahora vuelve.
Tengo días. Horas. Incluso minutos. En todos, en absolutamente todos, estamos salvados. Seis puntos y a echar a la mitad más uno.