Regresa el ‘Alta Definición’ de A. Calviño, en el que habla del sentimiento deportivista y también recuerda los mejores tiempos del Alavés.
El 16 de Mayo de 2001 amaneció soleada Dortmund. Seguro que lo hizo. En la gris e industrial Dortmund; alejada de todo, solo vista por el resto del mundo a través del prisma futbolístico. Aquella mañana, sin embargo, su canal brillaba a ojos vascos, sus parques lucían como nunca y los turistas vitorianos, obligados turistas, creían ver entre hormigón y acero como la urbe levantaba el vuelo hacia un cielo azul y blanco.
Era 2001 y a la chavalada le quedaba menos de un mes para meterse el Mutter de Rammstein en los cascos y pasar de todo, aún se podía vestir pantalón de distinto color que la camiseta y las faltas se tiraban con rosca. ¡Qué bonitas aquellas faltas!, soplando sobre las coronillas de la barrera sin dejar de girar, suaves, tocaditas, alejándose cruelmente del portero. Nostalgia de efectos, ahora que ya solo quedan drones; misiles teledirigidos, disparos de androide sin rotación, aturdeguardametas. Era 2001 y todo era mejor, porque siempre cualquier tiempo pasado fue mejor. O al menos lo parece; al menos es el sentimiento que provoca en la memoria lo vivido con anterioridad.
Para Vitoria, engalanada, expectante e ilusionada, seguro que lo fue. Seguro que amaneció soleada también. O quizá no, quizá llovía. Pero a uno le gusta imaginar el día así, con los rayos del alba jugueteando entre la ilusión: “el sol de aquella mañana llamaba a la puerta, avivando la primavera, entrando por la ventana para devolver los guantes y jerseys al cajón. La luz de un día cualquiera de mayo. Salvo que no era un día cualquiera. Los niños querían jugar en el recreo, regalarle margaritas a Laura y manchar el mandilón de verde y vida, conseguir los cromos de Iván Alonso y Javi Moreno. Como un día cualquiera. Pero no era un día cualquiera porque volverían a casa de los abuelos: papá y mamá estaban en Alemania. Alavés-Liverpool en Dortmund, sabiendo que jamás volvería”. Me gusta imaginarlo así. Aunque sea mentira; el sol, los padres, los niños o si alguna vez regresaría. No regresó, claro.
De todas formas, no eres de un equipo porque gane, aunque a veces ayude. Eres de un equipo porque así lo has decidido. Quizás te lo hayan impuesto, o es lo que has visto siempre; pero en último término, tú has decidido. Por el recuerdo de tu padre o tu abuelo, porque te gusta el estadio, los jugadores en ese momento o los colores; porque algo te lleva ahí. O porque sí, sin más. No sin ello puede explicarse que haya deportivistas en Palencia, Las Palmas o Murcia que jamás han pisado Galicia o Riazor. El fútbol, la pertenencia a un equipo, a un sentimiento más grande que tú –bigger than life-, es algo así como el amor: pasional, irracional, consentido y sufrido. Doloroso. E, igual que cuando te enamoras a primera vista, a veces sabes cuál es tu equipo con tan solo un primer contacto. Otras veces tardas años, titubeas, conoces otros amores, vas y vuelves… Hasta que te quedas con uno. Hasta que te quedas con el TUYO.
Pero, y gracias, no eres de un equipo porque gane. Al menos, no el aficionado de verdad, el que lo hubiera sido en los años 60 como lo es ahora. De hecho, ganar mucho resulta aburrido; resta emoción, crece en monotonía. Rutina del triunfo. No ganar es una ventaja porque, ¿y si alguna vez lo haces? La magnitud de esa victoria no se puede medir, la alegría por los triunfos es incomparable a cualquier otra cosa. Y te sientes especial, porque sois poquitos, porque derrotas a los grandes y eso es el cielo, es David contra Goliath por los siglos de los siglos, eterna lucha de poderes.
Ganar no es importante, o no lo más importante; pero sí, por aquella época era fácil hacerse del Dépor. Era sencillo dejarte seducir por su brillo de oro y diamantes; equipo parco en medios y contexto, reluciente en formas y contenido. Ganaba la mayoría de las semanas, desprendía talento y desbrozaba a los grandes. Desde primeros de los 90 hasta casi 2005, en Coruña era lo natural. Por eso toda una generación entera sigue abrazando el blanquiazul, marcados a fuego. El embrujo de Bebeto, Djalminha y Tristán. El embrujo de la victoria del que nunca gana. El embrujo de un pequeño luchando contra gigantes, saliendo victorioso con algo construido poco a poco, casi de casualidad, en su esquinita atlántica, mientras el resto mira asombrado. En 2001 –recuerden: cuando las faltas se tiraban con rosca y las finales de UEFA también las podía jugar el Alavés-, el Dépor venía de ganar su primera –y adeudada- Liga, lucharía luego por otras dos e iba camino del Centenariazo. Media España fue del SúperDépor. Al menos por un instante.
Supongo que también sería sencillo hacerse del Alavés durante aquel año. Se me escapa la realidad de Vitoria -el único hincha del Alavés que conocí alguna vez fue una chica de ojos claros que nos vendió en el Parque de la Alameda, día del Apostol, Santiago destilando alcohol, que Bodipo era un grandísimo delantero. Que vaya fichaje hacíamos. “Bodipo, todo me parece Bodipo”, nos cantaba al ritmo de Jarabe de Palo con dos litros de calimotxo en la mano y una sonrisa tonta-, pero seguro que lo era. Seguro que la ciudad, engalanada, expectante e ilusionada, despidió emocionada a sus héroes cuando partieron. Seguro que todos los futboleros de cualquier sitio sintieron un escalofrío cuando se vio en el telediario como los vitorianos llegaron a Dortmund sin trajes oficiales, con ropa de calle, dispuestos a continuar con el sueño. Herrera; Contra, Téllez, Karmona, Geli; Desio, Pablo; Tomic, Ibon Begoña; Jordi Cruyff, Javi Moreno. Ni un tipo engominado. Ni un solo traje de Armani o Hugo Boss. El gran Liverpool delante. Más de diez mil tipos de blanquiazul detrás. Media España fue del Alavés. Al menos por un instante.
En la final europea con más goles de la historia, los de Mané –paradigma de todo aquello- acabaron perdiendo. Cruelmente. Como el penalti que atajó González. Sin embargo, y como en aquel campeonato que pasó semanas en Coruña antes de partir, no era necesario el título para la gloria: ya la habían alcanzado con solo estar allí. El Alavés acabó bajando a Segunda División B poco después, pero, presa de decenas de años de historia culminados con aquella final que supo a cielo, su afición sigue en pie. Harder, better, stronger. Porque nada fortalece más que la derrota. Porque, quizás, nada enorgullece más que salir de ésta. El Porto venció, se fueron las semifinales, y el Deportivo, como los de Vitoria, se derrumbó. Y, sin embargo, dos descensos mediantee, su afición sigue en pie. Seguimos en pie. Quizás con más fuerza que nunca, tal vez con más orgullo que nunca.
El sábado, Deportivo y Alavés están citados en Riazor. Segunda División. Ni un duro en la caja, todos los problemas que uno pueda esperar. Y bueno, ¿qué es el fútbol si no esto? Estar en lo más alto acaparando miradas, dibujando permanentes sonrisas en quienes te siguieron, caer como peso muerto hasta el abismo y reencontrarte 12 años después, con el panorama diferente y el paso cambiado. ¿Qué es el fútbol si no luchar por algo, sean títulos o permanencias, ascensos o la vida? Las luces se apagaron, el talento se marchó. No queda nada y, sin embargo, lo queda todo. 7 de Diciembre de 2013, 18,15, pelea en el fango, Culios y Vigueras, recuerdos de cuando tocamos el cielo.
Ahora el Westfalenstadion se llama Signal Iduna Park, los equipos pequeñitos no llegan a finales de UEFA y el mundo es, si cabe, un lugar peor. Pero el Alavés sigue siendo el Alavés, el Dépor sigue siendo el Dépor y Riazor sigue siendo Riazor, aun con el club haciendo puenting sostenido desde lo alto por más de 30.000 hinchas. Hay que seguir tirando.