Ni el deportivista más ambicioso se podría imaginar un final así. Ir perdiendo por dos goles ante el mejor equipo del mundo y acabar empatando. Claro que los recuerdos estaban a flor de piel, claro que el Dépor estaba jugando bien, claro que Jonathan había perdonado lo imperdonable. También era evidente que este Dépor invitaba a soñar, pero de la teoría a la práctica… pocos los esperaban.
Víctor Sánchez, por si acaso, se empeñó, guiado por el mismo motor de toda la temporada -la ilusión-, insistió. Un par de cambios -de aceite-, más combustible -Cardoso-, y a soñar. Ni escatimó en recursos, ni se excusó en los que faltaban -Mosquera-. Iluso, confió en las ganas y motivación del debutante Miguel Cardoso, y con un mensaje claro, le pidió a los suyos que repitiesen aquella vieja hazaña. Que una sola ya no bastaba.
Como si de una historia de cuento se tratara, por el camino se fue encontrando a otros compañeros de viaje. Primero Lucas Pérez y luego Álex Bergantiños, acudieron a su llamada. Llegaban fatigados. El primero venía de demostrar su valía en las lejanas tierras de Ucrania y Grecia, mientras que el segundo había hecho lo propio en sus cesiones a Tarragona o Jerez.
No era la primera vez que se aliaban. Contra el Celta ya habían dejado varios avisos: en el 1-0 el mediocentro había «asistido» al pistolero. Igual que en el 2-0, mismo remitente, idéntico receptor, distintas turbulencias. Pero no se conformaban, querían más, la conexión herculina era de otro nivel. Y llegó el día de demostrarlo. Llegó la prueba de fuego. En el Camp Nou, ante 67.194 personas. Con la misma humildad que exhibían en el patio del colegio, uno de Monelos y otro de la Sagrada alzaron a su Dépor al cielo. Impulsados por el empuje de los desplazados, no se achicaron y rescataron un punto que en el setenta y seis se antojaba improbable.
Porque sus goles de hoy fueron dos símbolos. Dos símbolos coruñeses que por una noche iluminarán a toda la ciudad. Aunque a Luis Enrique no le guste.