Dos descensos en tres años, un tenso clima y una situación económica que casi conduce al club a la desaparición en el día de ayer. Demasiado sufrimiento para una hinchada que se sobrepone a las desgracias tras los días de vino y rosas. Vuelve A. Calviño en Alta Definición.
¡Qué bonito fue!, notar el cuerpo empapado y seguir desafiando al temporal, atónitos con la música de algarabía, danzando todos agarrados al son del éxito con el sótano de las monedas sin fin bajo nuestros pies. Los fichajes rimbombantes, el fútbol mágico y los goles de otro mundo. Los mitos, las copas, la liga. Un club remontando con grandeza el penalti de Djukic. Una ciudad perdiendo la inocencia. Por un instante, la eternidad, que diría Loquillo. Tanto tiempo bailando sobre la lluvia, ¡qué bonito fue!, y qué consecuencias ruines nos dejó.
Pero, ¡cómo me voy a olvidar! ¡Cómo nos vamos a olvidar! En la puta vida olvidaremos esa liga entre la maraña de millones del despilfarrador fútbol español. Un fútbol español cada vez más podre, cada vez más pobre; bicéfalo y decrépito, tan demodé, tan cañí y esperpéntico. Pero a este fútbol, a punto de explotar y llenar todo de mierda, le queda –le quedamos-, en esencia, los últimos monos del tinglado; quienes lo sostenemos, quienes lo amamos. Somos su esencia y su vida, es nuestra condena. El eslabón más débil, sin embargo el más difícil de romper. Porque somos gilipollas. Porque pusimos en una balanza la razón y el corazón, y la pelota se lo come todo. Porque obviamos los lobbies, las comisiones, los amaños, los oscuros intereses o los habitantes de las sombras. Bancamos como nunca, cantamos como siempre. Y cómo nos vamos a olvidar, que Coruña esquivó la mediocridad –común devenir de cualquier conjunto modesto- y se alzó entre las luces de neón que todavía brillaban. La Liga de las Estrellas, decían. Todavía lo dicen, de hecho. Pero ya no estamos ciegos. Ahora que todo es decadencia y cualquier tiempo pasado fue mejor, nosotros nos apresuramos a llenar las vitrinas. ¡Qué bonito sigue siendo! Aunque solo sean títulos. Porque solo son títulos.
Ayer, con los acreedores poniendo los clavos del ataúd que con su propia anuencia había construido el Lendoiro que todo lo pudo, nos volvimos a alzar. Frente a los trofeos, la vida. La vida como bien infinito. La vida siempre se valora más. Siempre debería valorarse mucho más. 107 años convertidos en funambulismo sin red sobre el precipicio, nuestro yo blanquizual marchito, impotente. Y lejos de romanticismos, ni milagros divinos, ni masa social, ni cabezas en picas: deudas e intereses ajenos, verdugos y la vez salvadores en un barco que tiene tanta agua que lo hemos convertido en submarino. Pero, ¡coño!, aquí abajo en el profundo océano, aún con la tormenta en el cielo y Thor agitando los mares con su Mjolnir, estamos vivos. Débiles, hundidos, deslavazados; pero vivos. Renacimos in extremis –situación común en Plaza Pontevedra-, con seis títulos, una plantilla descentrada y cientos de canteranos que representan un escudo campeón. Dos colores y una insignia que sufren, pero que lo inundan todo en las grandes batalles. El Dépor jamás perdió una final. Tampoco ayer, en los Cantones, con el espíritu del gol de Vicente blandiendo su espada, manejando los hilos de un destino tormentoso. Pero también brillante. Siempre brillante. Dejamos el sol atrás, pero seguimos en Ruta Paraíso. Somos felices: amanece, que no es poco.
Y en un sentir callado, lejos de Cuatro Caminos y bombas de palenque, Coruña celebró. Desterró el luto para respirar, para gritar el gol más esperado. Acostado en el abismo, el deportivismo mandó toda esa angustia a la mierda para estallar de gozo y teñirse de abrazos, para colmarse de alivio. Riazor.org se caía, Twitter gritaba, el Whatsapp ardía y los amigos te llamaban. ¡Vivos! Nos quisimos todos mucho por un instante. Nos quisimos todos tanto como cuando Luque hizo el 3-0 y nos abrazamos a cualquier desconocido. Yo no quiero los títulos del Madrid, tampoco el juego del Barcelona ni los millones de City o PSG. Seguro que vosotros tampoco. Yo quiero este sentimiento que te mata por dentro, esta pasión que te cambia el humor y te cierra el estómago; este sinvivir, este festejar una huida hacia delante y el noséquévendrá pero menos es nada. Este llorar de alegría porque tu hijo -nuestro hijo-, rebelde drogadicto, no ha caído todavía. Los amores que matan, nunca mueren. Los amores que duelen, son más fuertes. Seguimos juntos, Deportivo. Y ahora, ahora nada más importa.