Por Dani Méndez.
Era el día para ser coruñés y estar en la ciudad. No había mejor momento que ese para vivirlo de cerca. Porque ese día fuimos los mejores.
Ni sé por qué aquel partido se jugó en viernes. Puede que ahora me genere algo de curiosidad saberlo, pero seamos serios: ni me importa ya. Solo sé que aquel viernes fui inmensamente feliz. Lo vivido fue mucho mejor de lo que había imaginado en sueños la noche anterior. Porque esa noche del jueves dormí poco y soñé mucho. Como para no hacerlo.
Define la RAE los sueños como «aquellos sucesos o imágenes que se representan en la fantasía de alguien mientras duerme». La pesadilla la describen como «un ensueño angustioso y tenaz». Esa noche experimenté de ambas. Iba sucediendo de sueño a pesadilla y de pesadilla a sueño, dando vueltas en la cama. Era difícil dejar de lado lo que había sucedido seis años atrás y que mi cabeza se situase en el peor de los escenarios. Pero también, para un chaval de 14 años que sentía esos colores como el que más, era difícil no imaginar un final feliz.
Ese viernes en el colegio no se habló de geografía, historia o matemáticas. A pocos les importaba cuál era la capital de Rumanía, quién y cómo inició la Segunda Guerra Mundial o cuál era la raíz cuadrada de 81. No era el momento. Todas las conversaciones giraban en torno al balón y al importante partido de la tarde. Nunca vi tantas camisetas blanquiazules en el recreo como aquel día. Chicos y chicas de todas las edades las llevaban. Diferentes nombres y diferentes números, los colores eran siempre los mismos. En la última clase del día ni miré a la pizarra, solo al bloc de notas de mi compañero de pupitre, con el que imaginábamos y reflexionábamos sobre las distintas posibilidades que tenía el entrenador para elegir el once titular. Y también mirábamos el reloj y no recuerdo muchos casos en el que el tiempo pasase más lento. Las clases eran de 50 minutos, ésa parecía de 2 horas. Por fin sonó el timbre y vi a la gente correr. Vi a la gente correr por esos pasillos destino los coches y autobuses que esperaban a la salida. Todos teníamos más prisa que nunca por irnos a casa.
Ese día el camino al estadio sí que fue el más bonito del mundo. Era espectacular cómo estaba la ciudad, no la recuerdo igual. Olía a mar y a día histórico. Ruido, mucho ruido, y un colorido que emocionaba a cualquiera. Ventanas, coches, camiones pintados de azul y blanco, música por todas partes. Me bastó con ver eso para darme cuenta de que o cambiaban mucho las cosas o las pesadillas de la noche anterior no se iban a repetir. No habría «ensueño angustioso y tenaz». Los rostros de la gente delataban esperanza e incluso un punto de júbilo. No miedo. No vi miedo en aquellas caras esa tarde.
Fue justicia divina que la primera alegría la diese uno de los pocos que sufrió en sus carnes 6 años antes perderlo todo en el último instante. El fútbol tiene estas cosas. Es poético y romántico. También enrevesado en ocasiones, aunque no estaba el día para eso. El 20 cabeceó decidido y con la fuerza que le aportaban las 36.000 almas que botaban en el estadio. Con la tranquilidad que da un resultado favorable, el 10 y el 8 empezaron a guardar el balón. Pocos eran capaces de quitárselo si se ponían a hacer magia. Y si lo perdían, ahí estaba el 6 para recuperarlo rápidamente. Ese equipo destacaba, entre otras cosas, por la profundidad que ofrecían por fuera. Lo demostró la banda derecha poco después con una fina pared y una definición letal, como casi siempre hacía el 7.
El resto fue una fiesta. De la segunda parte recuerdo lo mismo que de la última clase del día en el colegio. Nada. Ya estaba hecho. La preocupación pasó a ser cómo poder colarnos en el campo al terminar. Habíamos visto por la tele en otras ocasiones como las aficiones saltaban al terreno de juego en las celebraciones y ahora tocaba que desde otras ciudades nos viesen a nosotros hacerlo. La noche se alargó bastante. Si en la previa el ambiente impactaba a cualquiera, lo del post subió el nivel. Caras de satisfacción, sonrisas, lágrimas de felicidad, recuerdos de quienes ya no están o de quienes se quedaron a las puertas, abrazos. Complacencia. Por fin.
Queda lejos en el tiempo, 20 años ya, pero nunca será lejano en nuestra memoria. Es como si hubiera sucedido ayer en ese inconsciente personal que tenemos. Es como si hubiera sucedido ayer en ese inconsciente colectivo en el que vivimos los deportivistas. Ese 19 de mayo era el día para ser coruñés y estar en la ciudad. Porque ese día, el mejor viernes de mi vida, fuimos los mejores.