Hace doce años, el Deportivo debutó en la Champions League. ¿Te acuerdas? Seguramente crees que sí. ¿Pero realmente fue así?
La primera vez que fui a un campo de fútbol fue con mi abuelo. Yo debía tener sobre ocho o nueve años. Me vestí y me peiné con mucha antelación. Me acuerdo de estar mirando por la ventana continuamente hasta que llegó. Estaba nervioso. También me daba un poco de miedo, quizá por las continuas advertencias de mi madre sobre lo que podía pasar. Había visto muchos partidos por la tele, pero nunca había estado en el estadio e iba a ser un momento especial. Justo antes de entrar, mi abuelo me compró un paquete de caramelos, de esos antiguos toffee que venían comprimidos en estrechas bolsas de plástico duro. Recuerdo la sensación de pasar por la puerta del estadio, dándole el ticket al encargado de turno, me sentía mayor. Cuando me senté, debajo de mi, encontré a un señor que se parecía a Jesús Gil. Mucho. Y sé que le pregunté tres veces a mi abuelo si de verdad no era Gil porque no terminaba de creérmelo. Empezó el encuentro, y no quité ojo de lo que ocurría en el césped durante los 90 minutos. La coca-cola del descanso me supo mejor que ninguna otra. Y celebré el primer gol de mi equipo –el partido acabó con empate a uno– con un salto hacia delante como si hubiésemos ganado la Copa de Europa.
La primera vez que besé a una chica fue en la pequeña aldea donde veraneo todos los años. Tenía catorce años. Desde que nací hasta este verano que está terminando, a veces casi un mes a veces un fin de semana, siempre he ido allí cada mes de julio. Dos casitas más abajo, por la carretera principal, hay un caserón enorme con un perro que, aunque haya una valla, me hacía cambiar de acera para esquivar sus amenazantes ladridos. Justo al lado, metiéndonos por una callejuela de barro que asfaltaron el año pasado, hay una casita pequeña. Era, y sigue siendo, de un matrimonio que vive en Tarragona. Tenían una hija. Se llamaba, por ejemplo, Marta. Tenía dos años menos que yo. Y era preciosa. Sabía perfectamente quién era, en las aldeas nos conocemos todos, pero no empezamos a hablar hasta que coincidimos en un curso de inglés en una academia que había por la zona. Era verano de 2000, me acuerdo perfectamente de ir a ese curso con la camiseta de Djalminha orgulloso por haber ganado la Liga. Y pronto nos hicimos bastante amigos, aunque el largo invierno nos distanció. No había móviles ni redes sociales. Volví el mes de julio siguiente, y me llevé una desilusión cuando vi su casa vacía. Pero un buen día apareció. Y aunque nos costó al principio retomar la confianza ganada el anterior verano, lo conseguimos. Hasta que tuve que tuve que volver a Gijón. Ese verano descubrí sensaciones y sentimientos que desconocía por completo, y, por mucho que me lo prometí la noche antes, no me atreví a hacer nada en la despedida. Pero esta vez tenía su dirección postal y durante el curso intercambiamos bastantes cartas. Así que ya sabía que el día que yo llegase, ella ya iba a estar por ahí. Ese verano fue el del primer beso. Fue como una semana antes de volver a separarnos, junto a un riachuelo que descendía de un monte al que solíamos ir en bici. Ya llevábamos varios días jugando. Pero yo no me atrevía. Hasta que ella se debió cansar y me preguntó si no pensaba hacer nada. Así que cerré los ojos y… Fue precioso. Mágico. No habrá otro como ése.
La primera vez que viajé en avión fue hacia Las Palmas. Yo tenía dieciocho años. Era la boda de Chencho, un donjuán disfrazado de heavy, un primo de mi madre del que toda la familia siempre decía que nunca se casaría porque cada mes nos presentaba una chica diferente. Y aquel viaje era algo especial, porque siempre me encantaron los aviones. Es raro, porque no me gustan los coches, nunca he subido en moto ni tengo el más mínimo interés en ello, y los ferrocarriles me marean. Pero los aviones siempre me fascinaron. Me leí muchísimos libros desde que era pequeño, y me inquietaba la idea de volar. Por eso acogí la boda de Chencho con un salto de felicidad. “¡En Canarias! Joder, ¡qué grande!”. El banquete me daba igual, aunque con la borrachera que acabé pillando también medio llegué a volar. Pero yo lo que quería era ir en avión. Por eso fue especial la semana antes. Y al entrar al aeropuerto me sentí como quién cumple un sueño. Tan pequeñito al lado de todo eso. Facturar, recoger los tickets, enseñar mil veces el DNI, pasar por el detector… Todas esas cosas aburridas y rutinarias fueron maravillosas aquel día. ¡Ya no digamos entrar al avión y saludar al personal! Después, recorrió la pista como aquel que no tiene prisa, se dispuso en fila a esperar su turno, y despegó. ¡Buuuuuf! Es indescriptible esa sensación. Estaba volando. Fue un viaje largo, pero creo que pocas veces disfruté tanto de cada detalle como en esas dos horas. Me dio mucha pena cuando descendimos a tierra. Me volví a sentir normal.
A menudo pienso en estas historias. En la primera vez que has vivido momentos bonitos de tu vida que después se volverían a repetir periódicamente. Pero que nunca volverán a ser como esa primera vez. Seguro que fueron muy bonitas, sí. Pero probablemente todas estas historias estén muy idealizadas en mi cabeza. Quizá el paso del tiempo haya convertido noventa minutos de aburrimiento en noventa minutos de pasión. Cuando uno es tan pequeño tiene problemas para fijar la atención en un algo durante mucho tiempo e igual me olvidé –me quise olvidar– de todas las veces que le pregunté a mi abuelo cuánto quedaba. Quizá el volver tantas veces a ello en mi memoria haya convertido un beso tímido y torpe en el perfecto final de una película de Hollywood, como le leí una vez a Dadan Narval. Es probable incluso que ella no tuviese el pelo tan rubio, los ojos tan azules y la sonrisa tan bonita como ahora me imagino. Quizá el transcurrir de los años haya extrapolado hasta las dos horas la magia de los cinco primeros minutos de vuelo. Casi estoy seguro de que ha escondido el aburrimiento que uno puede sentir al estar dos horas inmóvil en el incómodo asiento de un avión y el incómodo pitido que te acompaña durante todo el viaje.
Pero, no sé, también hay primeras veces que estás seguro que son como ahora te las imaginas. No dudas en que la intensidad con la que viviste aquellos momentos es la que hoy crees. Una de esas es la primera vez que escuchas la musiquilla de la Champions en carne propia. Y todo lo que pasó hasta que Naybet empató el partido. Hoy se cumplen doce años.